En estado de pena

29 mar 2020 / 13:10 H.

En plena emergencia sanitaria nos estamos descubriendo a nosotros mismos. Un virus microscópico, silente e insidioso, nos ha demostrado nuestra fragilidad. Creíamos haber dominado a la naturaleza, ser dioses de las especies sobre la tierra y solo somos seres temerosos, que volvemos los ojos a la comunidad.

La exaltación del individualismo, el repliegue vital a nuestras estrechas relaciones privadas, se rompe a favor de las grandes estructuras relacionales y comunitarias. Ello nos hace cumplir las normas de aislamiento social, aplaudir a las ocho de la tarde a los sanitarios que nos cuidan y se juegan su vida por nosotros; a valorar a reponedores de supermercados; a agentes de la autoridad, y a tantos otros que componen el inmenso ejército de una Patria que nos sirve y nos protege. Y que precisamente, no son los mejor pagados por la sociedad.

Al mismo tiempo, dirigimos la vista al Estado, al que como es natural, exigimos e imploramos todo su peso protector, la logística que nos ofrece y el gasto necesario para vencer al virus.

El Covid-19, como tantas otras calamidades, nos enseña que sin lo público somos insignificantes. No creo que nadie cuestione hoy la necesidad de una Sanidad Pública Universal y con una potente capacidad investigadora. El estado no es el problema sino la solución.

¡Qué lejos va a quedar para algunas generaciones el falso debate sobre sanidad pública o la sanidad privada!

Es seguro que de esta crisis saldremos más solidarios, aunque también más intranquilos y espero que más lúcidos.

Ello nos hará ver la importancia de una agricultura que nos proporciona alimentos en estos difíciles momentos y que ha estado tan olvidada por una Europa volcada en una sociedad urbana y de servicios.

La pandemia afecta a todos los continentes, pero las normas de la globalización económica no sirven para vencerla, son esas mismas normas las que permiten una deslocalización industrial, que ha dejado a Europa sin determinados productos sanitarios, y que hace que hoy todos los países estemos en una desordenada carrera para adquirirlos en China.

La globalización nos ha dejado, también y en contra de lo que se esperaba, desprovistos de la capacidad para coordinarnos suficientemente ante ataques de esta naturaleza. Estamos viendo cómo, en esta carrera de “sálvese quien pueda” que hemos iniciado los países, antes o después todos cometemos los mismos errores, aunque al final acabamos cerrando fronteras, aislándonos y quedándonos sólo con nuestras emociones hacia los semejantes.

Hemos comprobado también que el virus se ha difundido más por aeropuertos y por turistas acomodados, que no viajando en primitivas pateras por personas que buscaban una vida mejor, a las que le imponemos vallas y concertinas.

El Coronavirus nos deja con su mal, un compendio de certezas: valorar lo público sin excluir lo privado; la solidaridad sobre el individualismo, los grandes acuerdos sobre las broncas destructivas y el reconocimiento a profesiones y profesionales que normalmente ignorábamos. Quizás nos enseñe que no sólo existe lo blanco o lo negro, que la vida es mucho más que aferrarse a ideas inmovilistas y excluyentes y que hay modelos de vida insolidarios y crueles que dañan a la colectividad.

La Patria era esto, más allá de los himnos y las banderas. Es la épica de los profesionales sanitarios, la de la gente que trabaja en estos momentos difíciles, la solidaridad de miles y miles de compatriotas ayudándose los unos a los otros desde el confinamiento en sus casas, el agradecimiento general, el bien común.

La bofetada ha sido terrible y nos hemos dado de bruces en un suelo durísimo. Nos hemos mirado el ombligo durante tanto tiempo y estábamos tan absortos en el estado del bienestar, que la vida ha venido a recordarnos nuestra tremenda fragilidad. No es posible ponerse a pensar sin que la mente se bloquee ante una tragedia de tal calibre. Es por eso por lo que el pensamiento debe centrarse en aquello de lo que se puede aprender y se debe mejorar. No era necesario sufrir esta calamidad para saber que todos somos necesarios y que los eslabones de nuestra cadena son absolutamente imprescindibles. Desde el campesino que trabaja la tierra hasta miles de personas que arriman sus hombros sin que seamos conscientes de ello, para que un país funcione. Gracias de todo corazón; infinitas gracias.

Dicho esto, y si queremos volver a ser lo que fuimos, la mejor forma de entrelazar esfuerzos es cumplir a rajatabla las normas que se nos exigen. Esto no significa perder nuestro tiempo; muy al contrario, podemos incorporar a nuestra vida actividades que en otros momentos no nos era posible realizar. No todos tenemos las mismas circunstancias ni podemos hacer lo mismo, pero habrá que sacarle provecho a la situación y no dar entrada a la desesperanza, porque nos llevaría a un bloqueo inútil. Particularmente, he decidido que debo dar contenido a mis horas leyendo, pensando y también pidiendo a Dios que nos ayude, puesto que visto lo visto, los que nos creíamos todopoderosos y semidioses tenemos el poder bastante limitado. La lectura llena de belleza y utilidad muchos huecos que estarían predestinados a la tristeza y al desasosiego.

El pensamiento puede llevarnos a ser conscientes de situaciones en las que la fuerza de la costumbre había hecho que nos adormiláramos. Me refiero exactamente a la situación de nuestros mayores que se encuentran en las residencias porque ya “no caben” en casa de sus hijos. Es triste pensar cómo eran los abuelitos estupendos que repartían con generosidad y a manos llenas no hace mucho tiempo. Cómo eran los abuelitos que cabían en todos los sitios porque el dinero tiene el triste poder de abrir puertas. Ellos, si fuese necesario, harían de goma las paredes de sus viviendas para que todos cupiéramos, pero desgraciada y tristemente, en muchos casos no ocurre al contrario.

Quizá dediquen buena parte de las horas interminables de sus días a pensar si merecen recoger una semilla que no han sembrado. Si después de haber sufrido muchos de ellos incluso las penalidades y carencias de una posguerra, merecen estar sin el calor humano de los suyos. Fueron los niños del luto eterno, porque la ropa negra tardaba en dar paso a la de color, porque ni la vida misma era de colores. De sus manos salieron todas aquellas cosas que la vida actual nos ofrece en bandeja. Comparo a nuestros mayores con la viuda del Evangelio, aquella a la que no se le acababa el aceite por mucho que sacara. Comparo a mi madre y a mis hermanas mayores con ella porque he sido testigo de lo que eran capaces de hacer con la magia de sus manos. A veces nos referimos a hacer encaje de bolillos cuando algo es muy difícil. Pues yo he sido testigo de cómo sale un maravilloso ajuar de una bolillera y de las manos de mi hermana.

Y todo esto para llegar a la conclusión de que se lo merecen todo. Como se merecen un aplauso infinito nuestros sanitarios y todas las personas que ponen su vida al servicio de los demás. Pido a Dios que el estado de pena de paso a la alegría y a los abrazos.