Descubriendo lo imprescindible

05 abr 2020 / 11:23 H.

Para alguien como yo, acostumbrado a trabajar en la calle, viajar, estar cada día haciendo una historia distinta, no parar nunca en un sitio, porque esa es la vida de un fotógrafo de prensa, perseguir la noticia esté donde esté. Cuando me pidieron que me quedara a editar el periódico El País, y desde casa, fue algo nuevo para mí, ha sido nuevo para muchos de nosotros, pero editar un periódico desde casa no es fácil, y lo peor de todo es que nunca se había intentado, está siendo algo único, hasta ahora nunca se había hecho algo parecido en ninguna parte del mundo. Un gran reto en tiempos difíciles que teníamos que ser capaces de sacar adelante no sin mucho esfuerzo, pero sin que la calidad del producto mermara. Ser capaces de coordinar toda la maquinaria de un periódico como El País y hacerlo cada uno desde su casa no es fácil. Dicho esto, se entiende que no tengo tiempo para aburrirme, pues no solo no he dejado de trabajar, sino que trabajo más y eso me ayuda a pasar los días dentro de un orden de trabajo.

He procurado mantener una rutina diaria, me levanto la las 8:30 horas escuchando la radio, que en tiempos difíciles, siempre es la radio la que más nos acompaña, después de la ducha, el desayuno, leer el periódico, ver el resultado del trabajo del día anterior, poner un poco de orden en el hogar y me conecto con el periódico, desde la mañana empezamos a coordinar con los fotógrafos que trabajan en la calle, qué fotos vamos a necesitar y empezamos a encargar temas que utilizaremos tanto en el papel como para la web. Las mañanas se pasan rápidamente, pronto llega la hora de comer, he mantenido un mismo horario para todos los día, a las 14:30 aproximadamente hago una pausa para el almuerzo, después disfruto una taza de café antes de volver al trabajo. Una vez terminada mi jornada laboral el momento más emocionante del día es salir a la ventana para aplaudir y dar las gracias, una manera de desahogarnos y descargar emociones. Después hablar con la familia y amigos por videollamada, luego buscar un película en Netflix y a dormir.

Después de llevar 21 días sin salir de casa, excepto tres veces para ir al supermercado de la esquila, hoy jueves 2 de abril he tenido la necesidad de salir para hacer fotos de la ciudad y documentar lo que posiblemente sea el mayor acontecimiento mundial que hayamos vivido. Ha sido muy extraño, nunca sentí una sensación igual, el silencio es estremecedor y solo roto por el canto de los pájaros, se siente miedo, no se realmente porqué, nadie te amenaza, pero se siente un miedo extraño, he estado en zonas de guerra y la sensación es distinta, no se parece a esto, al principio pensé que todo era cuestión de acostumbrarse y que pasaría pronto, pero no se pasa, caminar por Madrid vacío y silencioso te sobrecoge, no está uno acostumbrado a ver la Puerta del Sol sin turistas ni gente de un lado a otro, es como estar dentro de una película de miedo, sigo por la calle Preciados, nadie, como tampoco pasea nadie por la Gran Vía, todo está cerrado, tiendas hoteles, restaurantes, por el asfalto solo pasan algunos taxis, autobuses y policías que me miran y los miro, y nos saludamos, yo con una cámara de fotos en la mano y ellos pendientes de que nadie se salte el confinamiento, muy de vez en cuando, un transeúnte con bolsas de la compra cruza la calle sin tener que esperar el semáforo. Empieza a anochecer, chispea, tengo buen material, me vuelvo a casa. Mañana otra vez a la rutina desde casa y dar gracias por tener trabajo.

Decía Saint-Exupéry, en ese maravilloso libro que es “El principito”, que lo esencial es invisible a los ojos. Y sin embargo estos días, confinada en mi balcón, veo pasar a muchas personas esenciales. Es cierto que siempre han estado ahí, pero no todo el mundo las veía: hombres y mujeres que limpian, reparan, cuidan, reparten. De pronto, hemos descubierto que el papel higiénico no crece espontáneamente en el baño ni la comida en la nevera, hemos sido conscientes del largo camino y de las miles de manos necesarias para abastecernos. De la noche a la mañana, todos alabamos su trabajo, agradecemos su esfuerzo y reconocemos lo importantes que son.

A las ocho de la tarde, cada día, salimos a ventanas y balcones a aplaudir a los sanitarios que se dejan la piel y la salud por nosotros. Ahora nos impresiona la valentía de la doctora o del enfermero que no dudan en atender a los pacientes a pesar de la falta de medios, pero también nos emociona el coraje del celador o de la encargada de la limpieza que están ahí casi a pecho descubierto. Pero antes, ¿nos fijábamos en ellos siquiera?

¿Prestábamos atención a la multitud que nos cuida y se ocupa de nuestro bienestar? Y ahí están incluidos todos los sectores no esenciales para nuestra supervivencia, pero sí para nuestra vida. Cada cual tendrá su lista, y seguro que los bares están en todas, pero yo echo de menos comprar un libro en una librería de verdad o ir al cine casi tanto como mis clases de aquagym o un buen masaje.

Encerrada en mi casa, con mucho tiempo libre, intento enfocar la mirada en lo que para mí es esencial, más allá de familia y amigos, y descubro que casi todas las cosas son superfluas y casi todas las personas imprescindibles. Y digo casi, porque me sobran todos aquellos que desprecian, explotan e ignoran habitualmente a los que ahora llaman esenciales. Como me sobran también los que nunca buscan soluciones sino problemas, los que en vez de arrimar el hombro ponen palos en las ruedas y nunca, nunca, nunca, reconocerán su responsabilidad en nada.

Cuando esto se acabe, que será más pronto que tarde, lo esencial para mí será recordar quién fue digno y quién indigno. Y actuar en consecuencia.