Cuando las barbas de tu vecino veas pelar...

05 abr 2020 / 11:23 H.

Si es que el refranero español es muy sabio. En estos días de cuarentena me ha venido a la cabeza en varias ocasiones una comida de finales de enero, en la que teníamos de fondo un informativo que mostraba lo que hacían varios españoles que llevaban unos días recluidos en un hotel, y de calles y grandes avenidas del gigante asiático totalmente vacías. “Uf!! Si pasara eso aquí yo no sé qué haría!”, pensé. Ya llevábamos unas semanas escuchando lo del coronavirus, e incluso un conocido que vive en Wuhan contó en Facebook su experiencia, su angustia y la de su familia ante el desconocimiento de la enfermedad. Ponía el vello de punta; más de uno lo tachó de alarmista. Mientras tanto, cada vez la información que llegaba de China ocupaba más minutos de los informativos. Nosotros seguíamos a lo nuestro. El móvil se iba llenando de memes y canciones como la cumbia del coronavirus, y nos echábamos unas risas. Pero claro, si incluso algunos médicos decían que estábamos ante un “virus de mierda” (perdón por la expresión, pero fue tal cual), y tampoco ayudaba que la única medida para evitar su contagio fuera lavarnos las manos y paracetamol...

Unas dos semanas después ya había casos en Italia. Miles de ellos. China es verdad que nos pilla lejos —si es que algo queda lejos en este mundo globalizado—, pero Italia... Si en poco más de dos horas estás en la ciudad eterna. En esos días que ya se sentían raros varios conocidos disfrutaron de su monumentalidad, pero otros que tenían previsto visitarla anularon su viaje. El móvil seguía saturado, pero ya las gracias las mirabas como con un poco de inquietud, pese al mensaje tranquilizador de Lorenzo Milá.

Y llegó el Puente de Andalucía. Ya se había detectado algún caso en España. Nosotros nos fuimos a Málaga. Casualmente donde se dio el primer brote de coronavirus durante una fiesta en un tablao flamenco. Pero bueno, la capital de la Costa del Sol es muy grande... El ambiente ya estaba dividido: mucha gente en las calles, pero algunos ya hacían cerco cuando se acercaban a nosotros. A la vuelta a la rutina, los casos seguían en aumento, y empezaron a suspenderse actos. Nosotros mismos, por responsabilidad, pospusimos la manifestación prevista en Algeciras para reivindicar unos precios justos para el aceite.

Conocer los primeros casos en la provincia fue una bofetada de realidad. Y llegó el viernes 13. Si los días de antes ya se sentían raros, la sensación de esa jornada, cuando el presidente anunció la decisión del Gobierno de decretar el estado de alarma, nos sobrecogió por completo. Veíamos en televisión y en redes la histeria que se estaba desatando en los supermercados, cómo los bares bajaban la persiana y las calles se vaciaban, con ese silencio ensordecedor que llegó el primer domingo de confinamiento.

Desde entonces, cada día parece el de la marmota. Un lunes eterno en el que ansiamos que nos digan ya que hemos llegado a ese maldito pico y empezar a remontar. Entre trabajo, lectura, series, cocina y ejercicio pasan las horas, con la sensación agridulce de estar a solo media hora de los míos, pero al mismo tiempo ver por videollamada que están bien; con la rabia de saber de algunos conocidos que no han podido con el maldito virus, y la esperanza de que cada día es un día menos.

Y, sobre todo, de lo que hemos aprendido de esta situación excepcional: a valorar esos detalles que nos ofrece la vida, y que en estos momentos de luchar contra nuestros fantasmas y de encontrarnos a nosotros mismos suponen nuestro principal anhelo. Como periodista, me siento orgullosa de que tras esa oleada de “fake news” que ha desatado la pandemia los ciudadanos reconozcan el valor de la información contrastada y de calidad de manos de medios que hacen prevalecer el valor del esfuerzo y el trabajo frente al hecho de llegar el primero al precio que sea. Y como jefa de prensa en Asaja Jaén, como hija y nieta de agricultores, veo con satisfacción cómo, pese a la situación tan complicada que atraviesa el sector de bajos precios, no solo continúan con su labor diaria para que no nos falten en casa productos de primera necesidad, sino que han sido los primeros en echar una mano en la desinfección de calles o en la donación de EPIs a los sanitarios.

Porque ante situaciones excepcionales como esta, el ser humano suele sacar lo peor, pero también lo mejor de sí mismo. Quedémonos con eso. Y sobre todo aprendamos del refranero y para la próxima, “cuando veamos las barbas del vecino pelar, pongamos las nuestras a remojar”.