Covid-19, Confinamiento-20

29 mar 2020 / 13:10 H.

El psicólogo Maxwell Maltz describió en 1960 una teoría sobre los cambios de hábitos. Defendió que son necesarios 21 días consecutivos para que cualquier práctica se convierta en un hábito. De este modo, se genera un cambio perceptible en la persona. Muchos como yo cumplimos hoy 16 días de confinamiento en nuestros hogares intentando adaptarnos a esta incómoda e inesperada situación, por lo que apenas nos restan 5 días para alcanzar la cifra marcada en la teoría de Maltz.

Nos parecía un hecho lejano e intangible cuando las páginas de los periódicos y los informativos nos hablaban de lo que ocurría en una remota ciudad de China, de la que jamás antes nuestros oídos habían escuchado hablar ni nuestra boca había pronunciado su nombre. Asistimos incrédulos a la toma de Italia por el virus, hasta el punto de que muchos andaluces, de puente por el día de la comunidad, no variaron su destino vacacional en el país de la bota, restando crédito a lo que algunos quisieron vender como medidas exageradas. Cuando comenzaron a detectarse los casos en España, continuamos pensando que esto no iba con nosotros y mientras suspendíamos actividades que supusieran concentraciones de determinado número de personas, convocábamos manifestaciones por toda España; al mismo tiempo que se jugaban partidos de fútbol a puerta cerrada, miles de personas se concentraban para ver el espectáculo de ruido y pólvora en una de las principales plazas de Valencia; mientras se suspendían las clases en Madrid, en la misma comunidad se llenaban los parques de abuelos con sus nietos para que lo niños se distrajeran. Hemos sido una suerte de Tomás, el apóstol incrédulo, que no hemos creído hasta meter el dedo en la llaga o, dicho de otro modo, hasta que el virus nos ha llenado las noticias de contagios, muerte y desolación. Cabría preguntarse quién nos inoculó el virus de la incredulidad, que hemos tenido que tratar a base de bofetadas de realidad.

En apenas 16 días se nos han bajado los humos con respecto a nuestro modo de sentir como personas y como sociedad. Nos hemos topado con que somos vulnerables, que un virus imposible de percibir a simple vista, intangible, nos ha hecho pequeños y ha convertido nuestras seguridades en debilidades. Nos ha obligado a matricularnos —a nosotros, los “reyes de la creación”— en la escuela de la humildad, echando la vista atrás y descubriendo todo aquello que no merece la pena y a lo que nos asimos como si no hubiera un mañana, cuando su valor es nulo. Ha dinamitado nuestras falsas seguridades apuntaladas en lo material y nos ha encaminado a valorar todo aquello que forma parte de nuestra esencia y que nuestro mundo de consumo e individualismo —de carreras por ascender, por ser los primeros, por pisotear al de enfrente y desentenderse del débil— se empeñaba en ocultarnos como un falso camino hacia la felicidad.

Sin embargo, en ese terreno arrasado en tan solo dos semanas he percibido los brotes verdes de una nueva sociedad que parece haber reordenado sus valores. Hombres y mujeres, jóvenes muchos de ellos, que se han dado cuenta de que hay un virus silencioso y letal que ha matado a muchos de nuestros vecinos: la soledad, la indiferencia y el olvido. En cambio, ahora han sido conscientes de la importancia de arropar a esa vecina del cuarto, con los 80 avanzados, que de vez en cuando habla sola por no perder la costumbre ante la falta de alguien que llame a su puerta o haga sonar su teléfono. Que malvive con una paga insuficiente que le hace medir muy bien lo que gasta en la tienda de la esquina. Nos hemos dado cuenta de que hay decenas de personas que no han podido recluirse en su casa, sencillamente porque no la tienen. Duermen en un banco, en un cajero o bajo un árbol, en este o aquel parque, con un par de cartones como colchón y el cielo como único techo. Hemos sido conscientes de que hay niños que consiguen completar las comidas del día porque están apuntados al comedor escolar y que ir al cole es sinónimo de poder llenar el estómago. Hemos comprendido que las familias que a duras penas conseguían sobrevivir con las ayudas de entidades sociales son el rival más débil ante el complejo panorama que se nos viene encima y que caerán de bruces en la exclusión.

Aún nos faltan 5 días para alcanzar los 21... Espero que en este tiempo que aún nos queda consolidemos lo que hemos aprendido en estas dos semanas. Que sepamos mirarnos a los ojos y decirle sin miedo a quienes queremos lo importantes que son para nuestras vidas. Que no escatimemos abrazos y risas en los buenos momentos, ni seamos rácanos en el consuelo con quien sufre. Que estemos atentos a las necesidades de los más vulnerables, los que carecen de redes sobre las que caer. Que la generosidad se un modo de vida. Que sumemos y apoyemos lo que nos une y nos hace crecer. Que seamos felices haciendo felices a los demás.

Ojalá este tiempo de confinamiento nos convenza de que otro mundo es posible y recordemos cómo conseguimos cambiar este periodo de dolor por una nueva etapa: la era de las personas.

Agenda en blanco desde el día 14 de marzo. Última palabra escrita, confinamiento, deletreado y subrayado transversalmente a modo de mensaje importante en la página anterior. Palabra aguda que impone una demarcación al pueblo llano, cuyos límites se encuentran en la puerta de salida o entrada de cada hogar (para quienes sean poseedores de tal techo), en el que se sitúa como destino del transcurso de los próximos días hasta el lejano 11 de abril, por quienes lo habitan. El problema es el Covid-19. La solución el confinamiento. Parece misión imposible ejecutar por el bien general de todos los españoles el “yo me quedo en casa”, por aquellas personas inconscientes, egoístas y frívolas que ven desde otro prisma su presente, y por ende el del resto de personas.

“Ellos y ellas”, no se doblegan ante el confinamiento, sus vidas y actos ponderan y quieren prevalecer sobre el resto del burgo que deseamos una pronta erradicación de la pandemia quedándonos en casa. Quizás la solución para esos oídos sordos se encuentre en enseñarles los dientes del lobo feroz, de forma radical y efectiva para que se den un baño de realidad, ya que el número de multas y detenciones siguen creciendo. La autoridad, el Gobierno en este caso, por decreto por supuesto, debería dar plenos poderes a las autoridades de la fuerzas del orden público para que sustituyesen los comunicados de las multas por otros en que los datos personales de quienes se pasean alegremente fuera de sus hogares multiplicando el contagio del Covid-19, apareciesen la notificación de que por haber roto el confinamiento de manera frívola, se les eleve la pena a no ser atendidos por los sanitarios que se están dejando la piel y la vida, confinados en los hospitales, por el bien de todos nosotros. Ya veríamos si la frivolidad y el egoísmo se quedaban en casa o se pensaban salir de paseo.