Cuento de invierno

    20 ene 2019 / 11:38 H.

    Aunque parece ser que en estos últimos años ha sido cuando el olivo y sus muchas propiedades han sido descubiertos, ya que con insistencia la publicidad y los medios de su explotación una y otra vez nos lo recuerda, aunque —como todos sabemos—, desde siempre el olivo, su cultivo, explotación y trabajo ha ido unido al hombre y a su historia, y más en la bendita tierra y aledaños del Santo Reino.

    Mis vivencias y recuerdos con el olivo y su explotación se remontan a aquellos lejanos años de mi infancia, años de la posguerra, recordados tristemente como los años del hambre, ya que se llegó a carecer de lo más básico y elemental, como es el pan.

    En vacaciones de Navidad, siempre solía pasarlas en el pueblo, en casa de mis abuelos, él más conocido por el apodo de Zamorita que por su nombre y apellidos, dueño de un molino aceitero, local de gruesos muros y alto techo surcado por vigas vistas sin desbastar. Puntual, todos los años se desplazaba Manolico, mañico entendido en la molienda de la aceituna y la extracción de su apreciado zumo; llegaba desde su pueblo natal, situado próximo a la cumbre del Moncayo. Aquí se le llamaba el serrano, hombre poco comunicativo, enjuto y con las orejas rojas como amapolas, por los sabañones que con frecuencia lo martirizaban. Durante el trabajo se cubría la cabeza con un pañuelo que anudaba sobre la nuca, dejando caer las puntas sobre la espalda, que él le llamaba cachirulo; una faja de lana le cubría parte del pecho hasta más allá del vientre; en sus anchurosos pliegues guardaba el tabaco, una navaja y la baraja. En una de sus puntas anudaba el dinero, que para más seguridad sujetaba con una anilla.

    Durante la noche, el girar monótono y cansino de los rulos sobre el empiedro se escuchaba con más intensidad, y en esas noches de crudo invierno, cuando la escarcha blanca y crujiente todo lo iba cubriendo, a veces el sereno en el molino entraba y, entonces, Manolico, generoso, le ofrecía un trago de aguardiente carrasqueño, marca del Castillo, del que siempre una botella a mano tenía.

    Los serenos, como es sabido, en activo estuvieron aún unos años más pasada nuestra Guerra Civil; ellos velaban durante la noche por el bienestar y la seguridad de los vecinos, acudiendo presurosos cuando se les requería. Recuerdo que una noche, junto al molino, un luctuoso suceso tuvo lugar: en un enfrentamiento, uno de los contrincantes fue herido con arma blanca, y el sereno fue el que dio aviso a la Guardia Civil, al médico y organizó el traslado del herido a la capital, donde falleció. Suceso que conmocionó y que durante mucho tiempo se recordó.

    A veces el temporal de lluvia y ventarrón durante días y noches duraba, derribando los postes y arrastrando los cables que hacían llegar el fluido, el calambre de la electricidad, como decían los mozos de molino en aquellos descansos forzosos, quedando todo al llegar la noche oscuro como boca de lobo, por lo que se tenía que recurriar a los humeantes candiles de aceite y a los velones de cobre que se hacían en el pueblo cordobés de Lucena, con cuatro torcías alrededor del depósito de aceite, y que a mí me recordaban las ilustraciones del Quijote, cuyo resplandor no alcanzaba llegar hasta el techo, dejando a su paso cuando de un lugar a otro rincones oscuros llenos de sombras.

    Lejanos días de Adviento, de interminables recolecciones de aceituna, de temporales de lluvia y viento que con fuerza azotaban los cristales, y cuando de alguna arte trascendía el ronco sonido de una zambomba y el caraterístico del almirez, como preludio de la sencilla y franciscana cena que el ama preparaba para la familia, que ya había vuelto del tajo.