Benavides y su “regalo”

La detención de García Juliá, uno de los asesinos de Atocha, un buen regalo de aniversario constitucional para uno de los asesinos del letrado villacarrillense

09 dic 2018 / 11:09 H.

En la Plaza de Antón Martín, en la boca del metro con este nombre, se levanta el monumento al que llaman “El Abrazo”, una reproducción escultórica del cuadro con el mismo nombre de Juan Genovés, un homenaje a los abogados laboralistas asesinados cerca de allí en enero de 1977. Uno de los asesinados, Luis Javier Benavides, era de los nuestros, de nuestra tierra, de Villacarrillo. Tenía 27 años y no pudo votar en el referéndum de la Constitución que se celebraría al año siguiente, una Constitución que, con su trabajo y con su sangre, él también llegó a redactar con la tinta verde de la esperanza y la roja de la sangre derramada. Cuando cumplimos los 40 años de la Constitución, recibimos, como un buen regalo, la detención de García Juliá, uno de los asesinos terroristas de aquella matanza. Fue detenido; y la Policía, aún fascista, lo dejó escapar. Coincidiendo con los fastos del Día de la Constitución, fue detenido en Brasil. Un regalo en el 40 aniversario de una Constitución que el abogado de Villacarrillo no pudo votar. Su sangre y la del resto de abogados compañeros (la actual alcaldesa de Madrid se libró de la matanza porque bajó a comprar tabaco), como la de las víctimas de ETA, también debió ser recordada el jueves.

Fue al anochecer del 24 de enero de 1977, un lunes frío y lluvioso. En un despacho del número 55 de la calle Atocha se celebra una reunión de abogados laboralistas. Eran días de mucha tensión, tras una huelga de transportes. ETA no dejaba de matar y el país estaba sumido en un cambio profundo, acosado por la crisis política y económica. Aquel lunes, tres hombres llamaron al timbre. Cuando la puerta se abrió, sacaron unas pistolas, entraron al salón y dispararon contra los nueve abogados reunidos. Huyeron escaleras abajo sin mirar atrás. En el suelo, tres cuerpos muertos y otros dos moribundos, que más tarde sumaron la cifra de cinco asesinados: Enrique Valdelvira, Luis Javier Benavides y Ángel Rodríguez Leal, Javier Sauquillo y Serafín Holgado. Los otros cuatro, Luis Ramos, Miguel Sarabia, Dolores González y Alejandro Ruiz-Huerta, esquivaron las balas y permanecieron en el suelo atrapados por el miedo. La única ausente en aquel momento era la joven abogada, hoy alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, que había salido al bar de la esquina de la calle Olivar a comprar tabaco. La matanza había sido obra de terroristas de ultraderecha. “La Operación Gladio”, como se conoció más tarde; el crimen tenía entre sus mentores al secretario provincial de Madrid del Sindicato de Transportes, Francisco Albadalejo Corredera.

El joven que abrió la puerta, el primero en ser abatido, era Luis Javier Benavides Orgaz, “Luisja” para los amigos. Había nacido en Villacarrillo en 1951, en una de esas familias nobles del “balcón de luna y de La Loma”. Su abuelo, Luis Orgaz Yoldi, fallecido unos años antes, fue uno de los militares con mando que encabezaron la sublevación de julio de 1936. Tras la guerra y su paso por Barcelona en los años de la represión, formó parte del grupo que quiso instaurar la monarquía. Por la sangre de los Benavides corre nobleza y un capelo cardenalicio. Su hermano, Pablo Benavides, es hoy un diplomático bien conocido. Luis Javier era uno de esos hijos de la vieja aristocracia que engrosaron las filas de movimientos de izquierda durante la Transición. El joven abogado laboralista estudió Derecho en Madrid y formó parte de aquel grupo que buscaba, unificando marxismo y cristianismo, un cambio social en el país. Eran los años de Federico Sopeña y Jesús Aguirre, el que fuera después duque de Alba, en la parroquia universitaria de Moncloa. Años de oposición clandestina, de idealismo forjado a pie de obra. Aquellos jóvenes leían a Sartre y a Bouvoir, mientras Comín y Bergamín intentaban conciliar el sueño marxista y el cristiano. Luis Javier optó por el trabajo social ayudando a los vecinos de las barriadas pobres de Madrid. Era el abogado de la Asociación de Vecinos “La Unión de Hortaleza”.

Con un Seat-600 destartalado, con la carrera recién acabada, pertrechado con una enorme carpeta, se unió a la lucha por la dignidad de los trabajadores. Recorría los barrios del distrito dando charlas a grupos de parados, a vecinos que pretendían organizarse para reclamar viviendas dignas. De Canillas a Villa Rosa; del barrio de San Lorenzo al de Santa María, de Las Cárcavas a Manoteras, entonces núcleos urbanos con calles embarradas, sin apenas iluminación, sin transporte público que los enlazara con los tranvías de Arturo Soria, barrios que lindaban con el campo, con la vía del ferrocarril, con viejos olivares, huertas y alamedas.

Todos recuerdan su presencia incansable, optimista y alegre en las primeras asambleas del barrio, con su trenka de paño oscuro, sus jerséis de punto y su mirada confiada, directa, llena de la convicción. Aunque no votó en el referéndum del 6 de diciembre de 1978, en el texto hay salpicaduras de su ilusión.