Mundo Lagarto
Por Nuria López Priego
Que conste en acta: padezco bichofobia severa en general, y particularmente aguda cuando, paseando por una zona verde, residencial rodeada de césped, por una zanja ajardinada o en mitad del campo abierto, uno de esos reptiles de lengua bífida y piel escamada, me sale al paso. La reacción es inmediata: se me pone la piel de gallina, el vello como escarpias y un sudor frío, lacerante, recorre mi espina dorsal, si, además, encuentro a ese ejemplar de sangre polar mirándome fijamente.
Por Nuria López PriegoQue conste en acta: padezco bichofobia severa en general, y particularmente aguda cuando, paseando por una zona verde, residencial rodeada de césped, por una zanja ajardinada o en mitad del campo abierto, uno de esos reptiles de lengua bífida y piel escamada, me sale al paso. La reacción es inmediata: se me pone la piel de gallina, el vello como escarpias y un sudor frío, lacerante, recorre mi espina dorsal, si, además, encuentro a ese ejemplar de sangre polar mirándome fijamente.
Cuando, ayer, a las claras claritas del día, abrí los ojos y el bochorno de otra jornada a cuarenta grados, se filtró sin miramientos ni permiso por los miniagujeros de la mosquitera de mi ventana, tuve el primer presentimiento. Al mediodía, llegó el segundo. Pero, esta vez, al compás de los cláxones de coches y motocicletas recorrían de Norte a Sur y de Este a Oeste la capital anunciando el encuentro definitivo. “La última batalla”. Mi corazón estuvo a punto de sorprenderme con un ritmo sincopado y, entonces, lo vi todo claro. Cuando terminara el día, mi destino era acabar metamorfoseada en lagarto, aunque había dos vías. Una, quedándome quieta como una lagartija, luchando pasivamente contra el calor; o camuflándome en una Victoria invadida por más de diecisiete mil lagartunos. Definitivamente, opté por lo segundo. Para no llamar la atención, cual intrépido Donovan en la televisiva “V”, saqué del ropero la única camiseta morada que tengo y, manopla de Diario JAEN en mano, subí a una caja de mixtos de Autobuses Castillo. Decenas de “lagartos” se hacinaban dentro y, sobre ruedas, hacían la ola y cantaban una versión reducida y quasisilábica del himno del Real Jaén. ¡¡Oéoéoéoéoéoé!! Suerte tuve si, de una de tantas sacudidas del autobús por alguna de aquellas curvas, hasta el estadio, no acabé dejándome la vida a los pies de una oliva. Pero, afortunadamente, no ocurrió. Llegué hasta la arena que rodea al estadio y, una vez allí, mi cabeza se llenó de dudas. Resguardados con paraguas, aficionados blancos habían convertido la fiesta por el ascenso en botellódromo y pensé, con la sed que para entonces ya llevaba, ¡qué ganas de ser invitada! Pero la procesión y la profesión van por dentro y seguí para adelante. A lo que sucumbí, para que no dijeran que era extraña en esos lares, fue a los aplaudidores que la Peña Deportiva del Real Jaén regalaba a la entrada.
Aplaudidores, también camuflados, casi como yo. Porque eran dos tiras de plástico que requerían ser infladas. Y a ello me dispuse sin titubeos. Las desenrollé y comencé a soplar. Y soplé y soplé y soplé... Y mi cara pasó del color “carne natural” al rojo y cuando llegó a un alarmante morado, se estancó. Menos mal que, entonces, un aficionado comprensivo se apiadó de mí. Me infló uno. Y yo me quedé con el otro para que mis pulmones no perdieran toda su dignidad.
Cuando empezó el partido, ya me sentía una más. Mi piel se escamaba y agrietaba de calor como la de un lagarto. Mis aplaudidores alimentaban el fragor ilusionante de las gradas. Antonio Palillo, el rey del bocadillo, se olvidaba de su pan con chorizo y se atrevió a correr por la tribuna baja. Todo era emoción y fútbol. Cuando llegó el empate, apareció la pena. La gloria que se evaporaba. Pero atrás quedaba el consuelo de la invasión lagártica de una Victoria antes nunca vista.