El hombre que canta habaneras

nuevos horizontes. Cada vez la gente joven habla menos con los viejos, la juventud está sobrevalorada

02 jun 2019 / 11:15 H.

Se dice (y parece cierto) que los jóvenes hablan cada vez menos con los viejos; que la juventud está sobrevalorada y la fascinación por los nuevos horizontes que se nos ofrecen por medio del teléfono son tan enormes que (casi) todo el pasado es una antigualla, chatarra que no merece la pena. Las noticias mueren como si los minutos que pasan entre unas y otras fueran lenguas de fuego, y la velocidad se adueña del mundo, tan solo hace unas décadas, pautado por el reloj, las estaciones del año, la conversación y la memoria. Así se va edificando una sociedad (un mundo) en el que la tecnología y los bytes son la respuesta a todo, en tanto que la emoción hasta la lágrima que nos llega por la vista y el oído (belleza y música) o aquello que saboreamos y tocamos (pan y mármol) se nos escamotea como si fuera una realidad molesta e inapropiada. Y en estas, ocurre que un azar feliz me regala la oportunidad de compartir unas horas con un abuelo que es todo memoria, esfuerzo y ansiedad de futuro. Se trata de Alejandro Fernández, el creador de tinto Pesquera y uno de los visionarios que idearon la Denominación de Origen Ribera del Duero. Descubres de inmediato que la grandeza se encuentra en la sencillez; el mensaje más acabado llega en las respuestas más cortas, y el orgullo que merece la pena es el que sobreviene a consecuencia del esfuerzo ímprobo de toda una vida buscando un ideal. Así que, el éxito, su éxito, no está en la corona de laurel que tantos le han impuesto, sino en todos y cada uno de los pasos, descubrimientos, avatares y metas que ha alcanzado en la vida y por los que continúa peleando.

El agricultor y empresario vallisoletano, que nuestro tiempo tilda de anticuado, tumbó en medio siglo casi todos los tabúes que el hombre de Castilla había venido levantado durante una eternidad sobre la viña, el vino y su crianza: maneras de arar la viñas más eficaces y rentables; nuevas podas, y la poda en verde; cepas en espaldera; viñas regadas con goteo cuando el cielo no se abre; otras tierras donde plantar la vida como las parameras y la umbría; el vino embotellado, y entender que en el mundo hay cinco mil millones de bocas susceptibles de poder tomar sus vinos. Alejandro Fernández, quizás sin proponérselo, y cantando habaneras en los postres, escribió en cinco décadas las señas de identidad que hoy definen a la Ribera del Duero en tanto que en otros países y parajes tardaron siglos, o fracasaron para siempre.

La época que arranca con el siglo XXI, sin embargo, se le pone de frente. Nadie quiere esperar, la palabra paciencia desaparece de nuestro vocabulario, como solidaridad. Nadie espera que la manzana madure y que el pan tenga su tiempo de cochura, que el vino crezca durmiendo sus años necesarios en la bodega quieta. El único objetivo, incluso moral, del hombre es consumir y vender; vender y consumir cada día en mayor cantidad y de todo. Así, los productos (y a lo que aún llamamos valores) solo tienen interés si se consumen en abundancia y muy rápido. Muy pocos quieren retener el vino en la bodega: hay que vaciarla todos los años, o dejar al jamón construirse en su cura natural. El tiempo es el enemigo de la rentabilidad; los productos pierden peso y valor, se añejan, pasan de moda: en la liviandad y la abundancia está el negocio, anida el éxito.

Alejandro Fernández, como los mejores bodegueros franceses, sostiene que la modernidad, también ahora, es dar a cada vino su tiempo: sus vinos, tres o cuatro años como mínimo entre la madera y la botella. Solo así sus pesqueras serán diferentes a todos los demás: tendrán sus características propias y serán reconocidos entre miles.

A los 86 años, quizás sin siquiera saberlo, aupado en el caballo de la intuición y sostenido por su tozudez intelectual, defiende —frente a la incomprensión de muchos, como casi siempre le ocurrió— que pasado este tiempo de huracanes, lo único que salvará a los vinos de la Ribera será mantener la identidad que ahora tienen. Porque, de seguir así, todos los vinos terminarán siendo iguales.

Como el mejor ganadero de bravo, lucha porque sus vinos no los distinga el hierro que los identifica, sino el sabor e identidad que llevan dentro. Algo parecido a lo que los taurinos destacan en el buen toro de lidia: la casta.