Monumento procesional a la Pasión desde las naves de la iglesia mayor

El sol cedió tres rayos imponentes a la hermandad catedralicia. Los hizo entrar por el balcón del Santo Rostro, y a fe que se hicieron notar en el trascoro del templo mayor de la diócesis.

02 abr 2015 / 14:32 H.

Más de uno se doró apoyado en las rejas que resguardan el cuadro de la “Virgen de las Tijeras”, absorto en la bellísima procesión de La Buena Muerte, que, un año más, salió como solo ella lo hace, doliendo de tan clásica, como un largo de Haendel.
El cortejo catedralicio tiene la habilidad de ralentizar una Semana Santa que, a las alturas de su Miércoles, empieza a pasar vertiginosa, demasiado deprisa para haberla esperado tanto. Esa lentitud, solemnidad más bien, que parece no haber nacido hasta 1927 —cuando se fundó la cofradía—, convierte al colectivo blanquinegro en punto de inflexión pasionista.
No varía, o lo hace poco, de Pasión a Pasión. Y ese es uno de sus valores. La fidelidad a un concepto ético, que se refleja en el estético, que hacen de ella la procesión de las procesiones, con todo el sabor jaenero que arrastran desde hace ya casi nueve décadas.
El Señor de Jacinto Higueras alumbró el camino con su morena claridad. Lo que era jaleo en la Plaza de Santa María se tornó acontecimiento sobrecogedor. La estatura de Dios sobre su monte de claveles moldeó la mirada de Jaén, que aprendió, de nuevo, a detener el tiempo cuando Cristo coronó la fachada de López de Rojas como el más logrado, poderoso crucifijo. Tan acostumbrada está la hermandad a impresionar que ni se inmuta ante tanto silencio.
Iba Jesús camino de la calle Campanas y bajo las bóvedas de Vandelvira retumbaban los sones de “Descendimiento”, la marcha que Sapena dedicó al misterio más suave, delicado, de la Pasión según Jaén. Sobre lirios, las figuras que concibió Víctor de los Ríos representaron su función ante los cientos de ojos que no se hubieran perdonado perderse la litúrgica forma de partir del colectivo sacramental, el único con el “privilegio” de entrar —y salir— por la Puerta del Perdón sabiendo que no lo hace de visita. La hermandad está a la altura e imprime a todos sus movimientos la solemnidad propia de su sede canónica. Y eso tiene mérito, mucho mérito.
La Virgen se hizo al mar de olivos en su nao de siempre, mientras el viento le consolaba su hipnótica belleza de bambalina sin palio con una de sus marchas, “Angustias Madre”, de Cerveró. Así comenzó su conquista de la ciudad, precedida de tantísimas mantillas que contarlas haría mirar hacia un sitio distinto al de ese trono. Y ese era un “lujo” que nadie prefirió.
La Piedad de José de Mora, tristísima, provocó escalofríos en una tarde espléndida, calurosa también.  Encaró el arco principal de la iglesia y, poco a poco, fue tocando rampa. Sus anderos, más que cargar con el peso de una Madre y un Hijo heridos por dos muertes, abrazaron varales, hicieron lo que la ciudaad pedía: sacarla de esas naves suyas que se quedan a oscuras hasta que regresa, pasearla por su itinerario breve pero hermosísimo, compartirla con los que necesitan ponerle belleza, aunque sea triste, a su mirada. Y la ciudad lo agradeció callándose, con la contemplación, ensimismada.
Luego, la procesión desandó caminos y, de vuelta a su punto de partida, hizo vibrar, de nuevo, a una Plaza de Santa María ansiosa de sudario, de cera azul, de campanas pequeñas y martillos. Como salieron se hicieron a la penumbra de la Catedral, sin sol como al principio pero con el calor de todo el Jaén cofrade, que no renunció a su soberbia cita con La Buena Muerte.