Vuelve Miguel Mihura

30 mar 2019 / 11:21 H.

Miguel Mihura nació el 21 de julio de 1905 en Madrid, porque, según escribió, Madrid era el lugar más próximo a Chicote, ese bar de la Gran Vía en el que hacían tertulia un grupo de intelectuales de la época mientras miraban el escote de las cupletistas que tomaban café antes de actuar en Pasapoga. Siempre cultivó su sentido del humor, ese sentido punzante del humor característico de las personas tristes, que él recubría también de una medida dosis de inocencia recubierta de ocurrencias. En los últimos años de su vida dijo en una entrevista: “Me ha mandado un médico pasear, pero paseando por aquí, por la calle General Pardiñas, donde vivo, al anochecer parezco un pobre. De modo que me voy a El Corte Inglés de Goya y allí paseo sobre moqueta, con luz y jovencitas para mirar”. En mayo, el Centro Dramático Nacional recupera en el Teatro María Guerrero de Madrid ‘Tres sombreros de copa’, la obra cumbre de Mihura.

Fue Miguel Mihura un niño hipocondríaco y sensible. De joven, abandonó los estudios y se dedicó a cultivar el humor. Fue director de la revista “La Codorniz”, un mito de la prensa humorística española. ‘La Codorniz’ declaró la guerra a Inglaterra por la polémica de Gibraltar. Miguel Mihura inventó desde su casa, en zapatillas, el teatro del absurdo en España y casi en Europa, mucho antes que Ionesco y toda la generación europea de vanguardia, y aquí no lo entendió nadie, naturalmente, por lo que poco a poco fue acomodándose a los gustos del público. Su reconocimiento fue, pues, tardío: empezó a estrenar con asiduidad en la década de los 50. Las comedias de Mihura tienen el humor españolísimo de “La Codorniz” y un sentido de la intriga que había heredado de Simenon. Sus biógrafos cuentan que vivía pendiente de acudir a las librerías a comprar todas las novedades de Simenon, que afortunadamente eran muchas. Mihura hace teatro del absurdo en “Tres sombreros de copa”, su primera pieza, que tardó muchos años en estrenar, porque nadie comprendía aquí aquel complejo enredo romántico lleno de conejos y cupletistas. Pero son completamente del absurdo dos obritas breves que escribió, casi inencontrables ya, tituladas “Una corrida intrascendente” y “El seductor”, una deliciosa historia de amor. “El seductor” permanece inédita, comedia en un acto, no se ha representado nunca aunque sí se ha publicado, y alguien ha querido ver ahora en esa pieza un reflejo de “Esperando a Godot”, de Samuel Beckett, una de las obras cumbres del teatro del absurdo, porque una y otra tienen ciertas semejanzas, entre ellas que los protagonistas se quedan esperando algo que nunca ocurre, que no llega. Pero no hay que buscar trascendencia en el teatro de Mihura. Hizo unas obras bien construidas, perfectas en lo que se llamó la carpintería teatral, con toda la fuerza de la palabra, sublimes en el manejo de las situaciones, tiernas, cuya ambición estética fue decreciendo poco a poco, para hacerse, ya está dicho, con el favor mayoritario del público.

El teatro de Mihura es la frase ingeniosa, el regocijante regate sintáctico a la lógica. “Alguien ha dicho que lo único molesto del matrimonio son los primeros 50 años que siguen a la luna de miel”, afirma uno de sus personajes. Lo sorprendente llegó cuando en 2003, Sara Montiel, en su entonces polémico libro de memorias, confesó: “A mí me desvirgó Miguel Mihura”. Ahí estaba el maestro, ni pobre ni rico sino todo lo contrario.