Visiones del mundo rural

30 dic 2017 / 10:51 H.

Vivimos tiempo de mediocridad y confusión en el mundo de las Bellas Artes, ahora llamadas “artes plásticas”. Profesionalidad y destreza ceden su sitio a la ocurrencia y a la estupidez, merced a un círculo de intereses tendente a sostener el nombre del artista por encima del valor de su obra.

Las otras escuelas superiores de Bellas Artes han devenido en facultades con programas de escasa garantía para la formación de los futuros artistas y profesores que, en ocasiones, sufren los dislates de un tan sesudo profesor de pintura que impone reflexionar sobre una palangana como trabajo de clase. Semejante despropósito, en nombre de la libertad del artista, adquiere firmeza la voz de Miguel Pérez Aguilera (Linares, Jaén, 1914; Sevilla, 2004), proponiendo la desaparición de estos centros de los fue destacadísimo catedrático. Tampoco es cosa menor la eliminación de la disciplina de “Paisaje” o, en el mejor de los casos, dejarla como asignatura optativa.

La abolición del primer discurso vanguardista cuenta, en todo ello, y da píe a toda suerte de modas, cuya lógica conduce a esa sociedad licuada a la que se refiere Zigmunt Bauman en sus libros “Vida de Consumo”, sostenida por un lenguaje oscuro que perjudica al arte, especialmente a la práctica del paisaje, como una manera de mirar y entender el mundo mediante un conceptos más remotos y complejos que los prefijados en los manuales de Historia del Arte interpretados por comerciantes y especuladores de la palabra. Meros tenores huecos, cuyo discurso ignora el actual concepción del paisaje: su contemplación como identidad y territorio propio de una geografía que, en sí mismo, constituye un bien inmaterial, en el caso de España y dada la incuestionable e inestimable variedad de su paisaje, es absolutamente singular en el resto de Europa. Algo de tanta significación, suele pasar desapercibido ante la plétora de nonatos escribidores que suelen interrogar la plástica del paisaje español, incapacitados para percibir su vastedad y cuanto comporta de mirada colectiva y arqueológica en tanto que, entre otras cosas, está sujeto a la transformación periódica impuesta por la sociedad. No, no es fácil contemplar el paisaje dos veces del mismo modo. Ciertamente, parafraseando a Marcel Proust, solo el minutero del reloj pasan los días sobre la esfera de la misma manera.

Aprovechar el aliento del noventa y para adentrarnos en nuestro paisaje del siglo XX no deja de ser un concepto recurrente y un tanto reduccionista; en cualquier caso, es oportuno hacerlo, en opinión de Ricardo Gullón manifestada en su discurso de ingreso a la Real Academia Española, considerando la carga política implícita en el término.

Tampoco conviene contemplar el paisaje español como algo residual respecto del romanticismo europeo, dada su amplitud de variaciones geográficas y sociológicas, esa de mayor razón hacerlo desde la perspectiva de aspectos propios, bien que derivados de la libertad originaria del movimiento sostenido por poetas tan significativos como Samuel Taylor Coleridge y Novalis y, claro es, abrigado por consideraciones como, por ejemplo, las de Melchor Gaspar de Jovellanos, Francisco Giner de los Ríos, pero también de aseveraciones como la siguiente de Robert Hughes: “Solo puede ser artista aquel que tenga una religión propia una visión propia del infinito” Y, efectivamente, enseguida asevera el historiador y crítico canadiense: “¿Dónde se manifiesta ese infinito? En la naturaleza”. Tampoco resulta baladí remembrar aquí, como los primeros atisbos cubistas, antes de “Las señoritas de Aviñón”, los realizase Pablo Picasso y sobre el paisajes de Horta de Ebro, hoy Tierras del Ebro”.

Orillando el empacho que supone que hasta los niños tengan que venir de París, no es de olvidar cuanto supuso Goya para el Romanticismo. Su reciedumbre popular y vitalista se pone de manifiesto en “Pradera de San Isidro”, pieza clave en cuanto hace a tiempo, territorio y paisaje, en cuya historia debería de contar, aunque se trate de un cartón para tapiz, “La nevada” de Goya, tema hoy en frontispicio del paisaje de nuestros días, miremos el brioso paisaje de Santiago Ydáñez colgado en esta exposición realizado con acrílicos industriales.

Por consiguiente, deberíamos abandonar el territorio parisino como perejil de todas las salsas, y acercar la mirada a sentimientos más robustos, acordes con el universo holandés y a pintores, por ejemplo, como Pieter Brueghel el viejo. Tampoco olvidemos los des paisajes pintados por Velázquez de la Villa Medici ni la tela de crecido formato pintada por Rivera y descubierta por Jesús Aguirre en la colección de la casa de Alba como hitos de la historia del paisaje español que cuenta también con el excelente paisaje de Toledo pintado por El Greco.

Por todo ello, incluido el acierto de ir a contrapelo de cierta dominante snob, el medio centenar de piezas que hoy constituyen los fondos patrimoniales y pictóricos de Caja Rural de Jaén, “Visiones del mundo rural”, además de ser un acierto dentro de la vertiente del coleccionismo, son ya de crecida jerarquía estética. Así lo testifica esta muestra comisariada por Fernando Carnicero y celebrada en el Hospital de Santiago de Úbeda entere los meses de mayo y abril de 2017, y en las dos salas temporales del Museo de Jaén, cuya directora, Francisca Hornos, ha sabido dar sitio a esta magnífica exposición durante los meses de octubre a diciembre del año que concluye. Se trata, de una asomada muy gozosa al universo de la naturaleza a través del paisaje como género de reflexión y de mirada colectiva. Discurso en torno a la tierra contemplable como patrimonio especifico de cada lugar geográfico y por consiguiente, como diría mi desaparecido y admirado amigo José de Castro Arines, “por defuera” de la consabida soflama repetida hasta la saciedad instalada en los manuales dedicados al arte español, cuyo verdadero contenido, en estimaciones de Calvo Serraller, está por hacer.

obras. Reproducidas en un cuidado catálogo editado con motivo de cumplirse los primeros diez años de actividad de esta Fundación, figuran óleos, acuarelas, dibujos y grabado, que hacen del conjunto un punto de referencia obligado en el calendario expositivo jiennense del año que concluye. A través de los procedimientos citados, encuentran respuesta las reflexiones de diferentes artistas. En cita del Gerente de Fundación Caja Rural José Luis García-Lomas Hernández, constituyen: “Una mirada al paisaje y al mundo rural que, hoy, arranca con obras desde el final del siglo XVll hasta las obras contemporáneas”. Abren la muestra dos espléndidos paisajes de medianas proporciones pintados por Francisco Antonio Sarabia (Sevilla, hacia 1645; Madrid, 1700) y, entre otras piezas, sigue Jean-Coisis Miller, pequeño aguafuerte, libre y vigoroso, de gran interés; la aérea y abierta perspectiva de una litografía de David Roberts, muy seductora por cierto; la adensada imagen de un águila grabada por Picasso al aguatinta, sin duda significativa, Un óleo de Carlos de Haes, entero de color y cuidado forma que, ciertamente, merecería aquí más atención; un cuidado y bien compuesto interior del sevillano Antonio Cortes; la acuarela mimada en matices cromáticos de Luis Jiménez Aranda, un notable y cuidado óleo de Martín Rico Ortega; un Mariano Barbasán son obras a destacar; no obstante gana mi atención el muy notable moroso óleo de Agustín Riancho que da noticia de la pintura santanderina. Pintor poco conocido por estos lares y, sin embargo, de gran interés —desde luego al margen de su recorrido europeo—, por cuanto tiene de engarce en el paisaje español a partir de Carlos de Haes; por cierto, titular de la Cátedra de San Fernando solo cuatro años antes de aparecer Riancho por Madrid en calidad de alumno; no obstante, su pintura, en ningún momento fauvista, madura en Entrambasmestas, entorno montañés que abandona por Aleda-Ontaneda, donde, en 1971, la casa en la que vivió el artista fue transformada en un pequeño museo inaugurado por Camón Aznar, hoy con escasas obras de Rancho, cuyas piezas más significativa están en el Museo de Santander. Pintor enlazable en la línea iniciada por Pérez Villamil desde San Fernando, con Eduardo Martínez Vázquez, cuya pieza, “Salida de cabras de un corral”, es una obra francamente notable dentro del quehacer de este artista abulense, verdadero inspirador de la paisajística de Rufino Martos, que no el catalán José Nogué, de quien, procedente de una subaste de la Sala Alcalá, efectuada en mayo de 2011, también figura una estupenda pieza que, efectivamente, dota de plenitud el concepto de paisaje como identidad y territorio. Sin olvidar, no obstante quedar fuera de la temática del maestro, la sintética encina imagen de “La encina”, debida a Gonzalo Bilbao, la atención conduce al entorno de la llamadas escuelas de Madrid posterior a los Ibéricos, sin ubicación certera y menos aún si se escuchó hablar de ello al magnifico pintor Álvaro Delgado, figura una obrita de Palencia, pintor clave en la escuela de Vallecas. Sin duda un óleo de buen porte sintético y representativo, también de pequeño formato, como acaece con del pintor extremeño Godofredo Ortega Muñoz, en cuyas obras siempre encuentro el substrato del quemante mundo rural que habita en “Los santos inocentes”, más en la película dirigida por Mario Camus, que en la novela homónima de Miguel Delibes publicada en 1981; esto es, solo un año antes de morir el pintor referido. Los continuadores de ese entorno (escuela de Vallecas y de Madrid) pertenece Agustín Redondéela, presente con una pieza de tratamiento cálidamente agrisado y poroso, cuyas linealidades evocan el caserío de Quesada, tierra de Rafael Zabaleta de quien también figuran cuatro piezas en la muestra; dos magníficas, un buen paisaje sin paisanaje, y otro de calidad endeble. Pintor muy tenido en cuenta por la generación de Redondéela —Martínez Novillo, Álvaro Delgado, García Ochoa...— en tanto que San José, aunque en las dos dibujos que aparecen con su firma en la muestra no se advierta, es abiertamente deudor del quehacer de Benjamín Palencia de quien en su día, figuró una importante pieza en una colección jiennense (“Paisaje de Adinero”, óleo, 100 X 0,81 p.m.) adquirido por la Caja de Ahorros de Ávila para su colección por registrar un lugar de la geografía abulense. Esto viene a reforzar la doble validez de la obra de Redondel. Lo que ella tiene de pintura y, claro es, su valor icónico como territorio de la entidad actualmente propietaria.

A la llamada Escuela de París, cuyo principal puesta en circulación se debe al avispado marchante y luego político Agustín Rodríguez Sahagún, figura obras de tres artistas: Julio González, Francisco Bores y Mainel Ángeles Ortiz. Del primero es una técnica mixta sobre papel “Recolección en la huerta”, de trazo sugerente y seguro; del segundo “Paisaje de Normandía”, obra tratada en verdes de manera fresca, segura y materia diluida mediante guarras. Estimable sin duda si tenemos en cuenta que su familia suele hacerse de aquellas que les parecen de mejor porte. En cuanto a las cuatro obras sobre papel firmadas por el jiennense Manuel Ángeles Ortiz me parecen representativas e impecables en su variedad estilística y, por supuesto, robustos de calidad. Figura importante a la que conviene arrancar del universo parisino para estudiarlo sin complejos dentro del paisaje andaluz de la segunda mitad del siglo XX, sin el cual este pintor jiennense formado en Granada, de más que obligada referencia, si algún día la pintura granadina del citado periodo desea ser algo más que un epígono del expresionismo abstracto neoyorkino y, de otro lado, sombra del atisbo catalán que supone Ráfols-Casamada. Están, claro es, otras piezas como la antes citada de Santiago Yáñez, y las mis que, obviamente, no cito.

Superado el tardío vanguardismo español, cierta huella de los llamados Ibéricos, y no obstante el empeño de la crítica más oficialista en mantener la pujanza de la llamada escuela de Madrid, el realismo y el naturalismo adquieren nuevo brío dentro de la pintura del paisaje, donde Antonio López García es la figura capital. Con la firma del primero figura una delicada y aérea punta seca de ejemplar evocación naturalista. La siguiente referencia corresponde a Carmen Laffón, eje del paisajismo sevillano posterior a 1965; a mis ojos, con el almeriense y el jaenés, los más importantes, cada uno en su medida, de la paisajística a andaluza del último medio siglo. Pues bien, el cuadro firmado por Joaquín Sanz, “Paisaje con Figura”, conserva el aliento que habita la mirada de Carmen Laffón. Generalmente, pintor de paleta más azulada y también de finos y porosos interiores, especialmente los de su imprenta sevillana de la calle San Eloy. Entre otras piezas, figura también el brioso y gestual acrílico de Santiago Ydáñez antes citado, alguna obra mía que no voy a mencionar, y las dos jiennense como Manuel Kayseri, cuya obra está articulada con la austeridad y el mimo que acredita su quehacer; en cuanto a Juan Molino, la pieza que lo representa, firmada en 1973, desea mirar al universo del paisaje tendente a la Escuela de Madrid, alejada, claro es, de la gestualidad y el brío cromático del cuadro de la pintora granadina Irene Sánchez.