Violencia transparente

30 jun 2017 / 17:00 H.

En el mundo de antes, los hombres eran opacos. Gente recia y lenta, en contacto con la tierra y con el sonido de lo real. Aceptaban la violencia como un rumor cotidiano, algo así como una demostración de poder, sólida y contundente. Se guillotinaba, se ajusticiaba, se colgaba en público para dejar constancia de quién mandaba. El agudo estruendo de la cuchilla al cercenar el cuello, el crujido del madero bajo el peso del cuerpo que se desploma. Pueblos enteros que se rendían ante asesinos desconocidos que entraban triunfalmente en el presunto territorio de conquista agitando cráneos que portaban atados al cinturón. La gente percibía el inquietante tintineo en la distancia y tan solo restaba aguzar los ojos mientras iba amaneciendo el singular rostro del nuevo amo. Los hombres de hoy se han vuelto transparentes. Están atrapados en el evanescente horizonte de sucesos de sus móviles. Comparten intimidades en el sigiloso mundo digital, paralelo al de verdad. Guardan en nubes etéreas sus recuerdos. La transparencia es una obligación. Así, cuando alguien entra en un bar y dispara y mata, al ya asesino no lo ha visto nadie hasta que no ha vaciado el cargador sobre otro alguien. Solo el sonido de las balas lo vuelve sólido ante los ojos de los demás. Para cuando intentan distinguir su cara, ya han comprendido que es la misma que la de todos, incluida la propia. Una cara indistinta, translúcida.