Unas reformillas económicas

27 sep 2018 / 08:31 H.

El costo de la vida sube otra vez”, cantaba el mítico Juan Luis Guerra hace décadas refiriéndose a la realidad hispanoamericana. La pobreza se quedó atrás, solo se apreciaba en aquellas fotografías en blanco y negro. Nadie se acordaba de las miserias y estrecheces al envolver las sobras de las bodas en una servilleta, o de otros malabarismos que convendría tener en cuenta. A este lado de la mar océana los sueldos se han convertido en una especie de entelequia que no se toca, y se proponen como el caballo de batalla de una generosa —en términos de caridad— política social, para que el bienestar se derrame desde las alturas divino-financieras, en ese goteo o compensación de este sistema omnisciente en el que impera la ley del más fuerte. ¿De qué otro modo se estimula el consumo y aumenta la calidad de vida, que es lo que nos interesa? Pobres trabajadores, ya ni se dice obreros, desemantizadas hasta las categorías tradicionales que catalogaban con buena lógica los estratos laborales y las clases en función de sus posibles. Desde la raíz de su configuración, desde su génesis, el capitalismo se naturalizó como ese destino al que el ser humano en cualquier caso debía llegar y ha llegado, así que en vez del paraíso comunista —esa alternativa errática que pretendió arribar al mismo sitio por otro camino— hoy hablamos del paraíso capitalista. Después de esto, no habrá nada: ¿a qué nivel de perfección se puede aspirar más? Ahora se cumplen las premisas de un rumbo necesario para la humanidad, castigando a los vagos o parásitos, y premiando a los emprendedores o ambiciosos, lo que se traduce en la consabida competitividad de los listillos y la canallesca que nos rodea. Pero ante eso no podemos oponernos, se argumentará. La política con trascendencia teleológica se equipara al viejo debate sobre la bondad o maldad del hombre, y estos conceptos se hallan fuertemente arraigados en nuestra ideología, con lo que se hace urgente elaborar una genealogía de la moral no colectiva sino individual, para acabar de una vez con el maniqueísmo, las dualidades binarias simplistas y el reduccionismo de las generalizaciones. También, por supuesto, con el mesianismo sociológico. En el fondo y en la forma se trató de vernos como mercancías que ponen en juego su valor de cambio y no su valor de uso, desposeyéndonos de nuestra propia capacidad creativa y constriñéndonos a una mera parcela instrumental, aunque sea la que nos da de comer. En esas estamos, sin más soluciones que aceptar una inercia en la que las cosas son como son, como suele decirse, desde que el mundo es mundo, y otras tautologías de ese cariz, justificando lo injustificable, que en humor negro se aprecian avances significativos. Y en ironía. Los parches convencen mientras se mitiga la hemorragia, como consuelo o mal menor. Hasta el momento, la socialdemocracia se erige en lo mejor que nos puede pasar: redistribuir la riqueza, cargar en las grandes fortunas tasas impositivas mucho más altas, incentivar los servicios públicos, proteger a los desprotegidos, etc. Nadie con dos dedos de frente aspira a una revolución que cambie la faz del planeta, pero sí al menos a unas reformillas económicas que dejen respirar a los de abajo, o que las clases medias sobrevivan a la fagocitación cíclica que la perpetuación del poder impone. No podemos conformarnos. No debemos. O sí.