Una roca entre el cielo azulado y la sierra verdosa

22 mar 2017 / 11:24 H.

Confieso mi debilidad por Hornos de Segura, vieja villa de la Encomienda de Segura desde que Fernando III la entregara en 1239 a la Orden de Santiago. Hoy es un municipio con un término municipal de 118 kilómetros cuadrados y con una población que roza los 650 habitantes, repartidos entre el pueblo y sus aldeas: Cañada Morales, Las Capellanías, El Carrascal, Fuente de la Higuera, Guadabraz, Hornos el Viejo, El Majar, La Platera, El Tobar, El Tranco y La Venta. El progresivo descenso de población, paralelo al de Segura de la Sierra, hizo que, a comienzos del siglo pasado, un médico de Hornos presentara un proyecto para crear en el Valle de Gutamarta una nueva población que, con el nombre de “Valle Bravo”, asumiera la capitalidad compartida de Segura y de Hornos. No cuajó el proyecto y la población siguió disminuyendo en las viejas villas y creciendo en el valle.

Y como “de casi todo hace ya más de veinte años...”, que decía Roberto Bolaño, esa mi debilidad por este pueblo, de la que hablaba al comienzo, surgió en mí hace más de veinte años, cuando fueron muchas las veces que pude beber a tragantadas los vientos que azotan su rocosa silueta; cuando pude embelesarme ante el horizonte que se abre en “La Gloria”; cuando paseaba por sus calles, que parecen un zócalo de piedra ceñido al escarpe rocoso del castillo que emerge en la colina. Aprendí entonces que hay todo un mundo “horneño” en el que se mezclan historia y leyenda, arquitectura militar y popular, el verde de sus pinares y el azul de su cielo; un mundo onírico y, a la par, enraizado. Tuve buenos “lazarillos”. Uno de ellos, entonces estudiante de Historia, Juan Antonio Gila, he sabido que hoy es el alcalde de la localidad. Grata sorpresa que se une al gozo de gratos recuerdos.

Advierto al viajero que un paseo por Hornos solo precisa de dos acompañantes: el silencio y la soledad. Será en silencio como podrán escucharse las voces que llegan desde la inmovilidad vibrante y tensa de cada calle, rincón, roca, árbol o pájaro que encuentre en el camino, pudiendo ponerle nombre propio a cada cosa o momento, ya que no existe una gramática común para todo. Y junto al silencio, la soledad, única forma de sentir como algo propio el horizonte que se contempla. El escritor Thoreau valoraba esa soledad en su libro “Walden”, diciendo: “Estuve toda la mañana en buena compañía hasta que vino alguien a visitarme”. Esa buena compañía era la de los árboles, el sol y las piedras. En Hornos hay que pasear en silencio para saber distinguir las voces de los ecos; y con la sola compañía de lo que sus ojos van viendo y su alma sintiendo. Tengo ante mi la reproducción de un cuadro de Miguel Viribay, “Aldea de Hornos el Viejo”, dibujado desde la aldea que con este nombre bordea una de las colas del pantano del Tranco y en el que se muestra el caserío del pueblo en el momento en el que, al amanecer, el sol empieza a dorar sus contornos sobre la peña y la torre del templo. Un cuadro en el que se respira soledad y silencio.

Un paseo por este pueblo no puede hacerse de forma rápida, pues no se lograría lo que supone la hazaña de saborear la intensidad del cielo y la belleza de los paisajes. El paseo puede comenzar en la “Puerta Nueva”, tanto si se llega de la sierra alta, atravesando la “Garganta”, bordeando el “Yelmo Chico”, dejando atrás el verdor de los pinares, como si se llega desde el valle con sus campos de cereal y olivos. Desde ahí una calle lleva hasta “La Rueda”, la plaza del pueblo en donde se alza el Ayuntamiento, el templo parroquial de la Asunción, obra del siglo XVI y el mirador de “La Gloria”, desde donde puede contemplarse el amplio valle con sus manchas de olivares y huertas, salpicado de aldeas y humedecido por las colas del Pantano del Tranco, cuya construcción comenzó en 1929 y concluyó en 1948 en el lugar conocido como el “Tranco de Monzoque”, un recodo en donde el Guadalquivir gira su curso hacia el sur. Aunque conocido como “Tranco de Beas”, ocupa tierras de Hornos, algunas de las cuales quedaron bajo sus aguas, como fue el caso del pueblo, castillo e iglesia de Bujaraiza, que, cuando baja el nivel de las aguas, se asoma reclamando su memoria.

Desde “La Rueda”, bien por la calle “Real” o por la calle de “En medio” se llega hasta la “Puerta de la Villa”, un hueco abierto sobre la roca y que da acceso al valle. A la izquierda, se abren calles como “La Parra”, “Alta” o “Castillo” y se accede a la vieja fortaleza musulmana, remozada por los santiaguistas, dada su estratégica situación. El pueblo entero está construido aprovechando tramos de viejas murallas o rincones del viejo castillo, remodelado por Berges a finales del siglo pasado, así como la Torre del Homenaje, reliquias de un pasado esplendoroso de esta fortaleza de la que fue comendador Rodrigo Manrique, padre de Jorge Manrique. Y el paseo puede seguir por lugares como “La Alcoba Vieja”, “Las Celadillas” y otros muchos y escondidos rincones de su entorno.

Los “hornenses” u “horneños” son gentes amarradas al trabajo de la tierra, acostumbradas al expolio de sus gentes y sus riquezas naturales, así como al menosprecio. Son hábiles y diestros en el manejo de las artes domésticas y están dotados de una fina inteligencia natural, prototipo del perfil serrano en el que se conjuga la nobleza con la sencillez. Hora es ya de acabar con el vejatorio tópico que define a sus gentes como “simples, de poco entendimiento y tontos” y que han ido alimentando falsas historias que cuentan que si intentaron aderezar la carretera con las manos; que si sembraban alfileres para que crecieran hierros; que si subían a los burros a la torre de la iglesia con una soga para que comiera la hierba.

Estoy seguro de que un paseo por este pueblo y una conversación con sus gentes, harán mella en el alma del viajero.