Un surrealista en el trapecio

28 oct 2017 / 11:31 H.

Sí, fue abrirse la tumba de Salvador Dalí y el surrealismo se desparramó, sin contención, por las calles catalanas. Una parte de Cataluña se levantará hoy en un país mejor, en una república independiente, soleada y con buen norte. La tierra prometida. En ese mismo trozo de suelo, sin embargo, otros tantos catalanes subirán la persiana y solo verán angustiosos nublos. Sobre un sentimiento, una zafia lista de agravios y una consulta de patio de vecinos se pretende construir un país serio, respetable.

Una república informal, de urnas translúcidas, que esgrime sus leyes de todo a cien y proclama una declaración unilateral de independencia que no merece mayúsculas, pero que pide para sí todo el respeto del mundo. El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, embriagado de surrealismo, es “El gran mansturbador” de todas las ensoñaciones independentistas. Como los traumas que Dalí volcó en su cuadro, él a brochazos, sin mesura alguna, esparce todos sus miedos y da salida —valga la expresión— a los efluvios del resto de una tropa independentista oprimida por esa España pérfida a la que nada deben. Otra ronda de cava que pagaremos a escote entre todos.

El apóstol de la estelada tuvo una epifanía, una revelación trascendente y se sintió capaz se guiar a todo un pueblo al precipicio. El viacrucis merecería la pena y se glosarán sus hitos en sus libros de historia. Pero este iluminado también sufre sus crisis de fe. De hecho, esta semana dudó y pensó en el tormento que le aguarda. Como anticipo de los días duros que vendrán, sus ocasionales correligionarios le aplauden o le afean la conducta según mueva el viento la bandera. De judas a padre redentor solo median un par de días y unos cuantos tuits. Todo muy reflexivo. Su valentía no es de fiar, pero él también desconfía de sus compañeros de viaje. En el momento trascendente prefirió guarecerse en el grupo, y mantener la calle caliente como coartada y como parapeto. Es comprensible, no todos estamos preparados para subir y ponernos a hacer gráciles piruetas sobre el alambre sin red a la vista. Está cómodo con los focos en el salón, con la red que le brinda el Parlament, pero ante el peso de la Historia, con las consecuencias de saltarse la ley, le temblaron las canillas. Se hizo humano, con las debilidades y achaques propios que nos dan los buenos días al levantarnos. Dudó ante los mercaderes del templo y hasta el último momento negoció cómo salir de su atolladero. Su palabra quedó en entredicho antes quienes mediaron en su desconcierto.

Compréndanlo, no todos podemos ser Pinito del Oro. La trapecista canaria no usaba tacones para vestir porque sus pies perdían la sensibilidad. Actuaba sin red y cada vez a más metros de altura. Puigdemont —que solo pone en peligro su escaso bagaje político cada vez que actúa en su circo— perdió el contacto con la realidad plural de su pueblo hace demasiado tiempo. Y eso que se arroga hablar en su nombre. Solo es sensible con una parte de los catalanes, solo tiene oído para ellos, los demás sobran. La charlotada parlamentaria de estos días es un pulso contemporáneo a la democracia, que vela no solo por mayorías, sino que defiende también los derechos de las minorías. Jornadas como las de ayer en el Parlament catalán —por más que perseveren en buscar las mejores imágenes posibles para su relato— son un atropello democrático lamentable. Pero tal como querían los medios internacionales están aquí para contarlo y quizá no les gusten sus crónicas. Prensa española manipuladora.

Esa España que restableció la democracia, que entró en Europa y acabó con el terrorismo hará frente al desafío. El lamento desesperado del arquitecto y escritor barcelonés Óscar Tusquets es el que comparten, sin estridencias, sin altavoces, otros millones de catalanes: “Por favor, no nos abandonéis”. Ese es un grito desesperado.