Un pueblo extenso, alto, diseminado, alejado y frío

22 feb 2017 / 11:09 H.

Decidí pasear hoy por Santiago de la Espada después de leer en el muro de Facebook de Manolo, un buen amigo y paisano, el elogio que hacía de este pueblo, después de visitarlo por vez primera. Leyendo su comentario, recordé la primera vez que visité Santiago de la Espada, pueblo al que he vuelto muchas veces descubriendo algo nuevo cada vez, conversando con ancianos en las plazas, llegando a visitar todas sus aldeas y llegando a conocer algo más de sus gentes, guiado por viejos amigos que, cual avispados lazarillos, me ayudaron a conocer pausadamente el pequeño mundo de un gran pueblo, contándome cosas de su gastronomía, leyendas, tradiciones, religiosidad, concepto del tiempo y amor a la tierra. Pulsé el “Like” y escribí un comentario en este tenor: “Santiago de la Espada no solo es uno de los rincones más bellos de Jaén, como tú dices, Manolo, sino que, además, es ‘trending toppic’ en muchas cosas, pues es el pueblo con el término municipal más grande de la provincia, 683 kilómetros cuadrados; es el más elevado, 1.350 metros; el más frío, con medias de 6 bajo cero; el más distante de la capital, 216 kilómetros y, además, el pueblo que tiene su población más diseminada, pues solo 1.500 de sus 5.000 habitantes viven en el casco urbano matriz”.

Santiago de la Espada da para varios días de paseo. Y si el viajero se decide a hacerlo al uso y manera del “flaneur”, le aconsejo dejar el móvil y no hacer fotografías, sino mantenerse abierto y atento a todo, sin estar pendiente de impresionar a los amigos de las redes sociales. Aconsejaría, además del cuaderno de notas, que el viajero buscara dónde hacerse de uno de esos “mapas-mudos” que nos repartían en la escuela y en los que solo aparecían trazos gruesos del término geográfico en cuestión, y, si acaso, algunas suaves líneas que parecían advertir corrientes fluviales. Caminando así, el viajero, convertido en “flaneur”, cuajará una cartografía íntima y personal del espacio. Solo atenderá, a la hora de completar ese mágico mapa-mudo, siguiendo los dictados de la experiencia, que no son otros que el lento recorrido del sol, la dirección desde la que llegan los vientos, la mirada serena que descubre dónde abundan manchas de frondosos humedales o dónde se expanden los áridos sequedales desparramados por laderas montañosas, erosionadas por las nieves. La ojeada a veredas con destino incierto; las huertas, los establos, las plazoletas de las aldeas, las sendas que te adentran en caseríos inciertos. Al caminar, al “flaneur” le surgen inquietudes, pues quiere saber hasta qué punto es verdad que “todos somos iguales”, cuando conoce que en sanidad, cultura o educación, aquellas “Altas sierras de Segura” siguen siendo de “segunda división”. ¡Cómo se extraña en muchos pueblos de Jaén la ausencia de médicos, curas y maestros que dejaron de vivir en los pueblos!

El viajero plasmará en su cartografía personal las luces, los colores, los olores y los ecos que llegan de las voces de ganaderos que, en estas tierra, ricas por sus abundantes cabaña ovejeras, conocidas como la casta de “ovejas segureñas”; o los ecos de quienes cortan pinares o, al atardecer, labran las huertas. Los ecos del alma de un pueblo desparramado entre valles, llanos y montañas.

Hay en este pueblo una amalgama de sensaciones, leyendas, costumbres, tradiciones y modos de vida que van apareciendo, destiladas, nada más pasear por sus calles, en las que, por momentos, te sientes perdido, dado su anárquico y trazado, ajeno a toda geometría. Encontrará casas con fachadas enfoscadas y encaladas; con huecos asimétricos, tejas sobresalientes, coronadas por chimeneas humeantes; casas para combatir el frío. Entre un entramado de callejuelas, se abren plazas y se alzan edificios señeros como el templo de Santiago Apóstol, del siglo XVI, o la Casa de la Tercia y ese elegante balcón de madera, único resto de la vieja “Posada del Hornillo”, abierta en el siglo XVI. Encuentro en este balcón un símbolo del alma santiagueña. “En esta hoya en la que se abría una gran majada y un espeso carrascal con bosques”, que dijeran las Relaciones Topográficas de Felipe II en 1575, encontraron hospitalidad pastores que iban y venían, llevando solo entre sus manos los hornillos con los que calentar la comida y seguir viaje. Llegó el momento en el que se asentaron en esta majada, construyeron hornos de argamasa y se hicieron chozas para vivir. Y creció el número de colonos a tal punto que llamaron al lugar “El Hornillo”, y logrando que los Reyes Católicos le concedieran el privilegio de ser villa con el nombre de “La Puebla de Santiago”, pasando después a llamarse “Santiago de la Espada”, tras unos años que se conoció como “ Santiago de la Escapada”, pasando a llamarse al municipio, desde 1975, Santiago-Pontones.

El mapa mudo llegará a convertirse en una cartografía personal trazada a golpe de vivencias, después de otear horizontes; valorar pequeños detalles, iconos del sudor de sus gentes. Quedarán dibujadas en el mapa amplios campos nevados sobre los que se levanta el humo de las chimeneas, si es invierno; y, si es primavera o verano, el mapa mostrará suaves líneas que señalan los matorrales en donde crecen hierbas medicinales desconocidas con un olor penetrante. Y el mapa se completará al recordar cómo el sol, cada día, y al caer la tarde, se despedía acariciando casas, montes, valles y llanos y dejándolos en sombra y ateridos. Mi buen amigo, poeta del pueblo, José Sánchez del Moral lo cuenta así: “En Santiago está nevando,/ en sus ríos de cristal, /la luna se esta mirando,/ su cuerpecito serrano,/ que huele a menta y azahar”.

Para llegar a entender el alma de Santiago hay que verla en su dimensión poliédrica, compacta, simbiótica. Hay que recorrer su rica vega y entretenerse en La Matea, Los Teatinos, Don Domingo o el Patronato, y, seguir, por el camino que lleva a los Campos de Hernán Perea, hasta el Pino Galapán, con sus cuatro siglos de historia, sus 39 metros y sus 5,40 metros de diámetro, que solo pueden abrazarlo 4 o 5 personas. Pero además, hay que volcar hasta el surco que abre el Guadalquivir por las aldeas de La Loma “Mari Ángela”, Canalejas o Las Espumaredas. O recorriendo los campos que se abren, bajando a las Juntas de Miller, salpicados de caseríos a la izquierda y, a la derecha, esa delgada línea de agua, el Zumeta, que va marcando lindes con Albacete hasta fundirse con el Segura que viene lozano de su Fuente Segura, al pie del Pinar del Risco, en donde brota sereno, prefiere llevar sus aguas al Mediterráneo, dando la espaldas a “Las Andalucías”, como suelen llamar las gentes de Santiago a las tierras más allá de los Cerros de Úbeda.