Un municipio que queda marcado por dos cartografías

17 may 2017 / 10:51 H.

Confieso que fue este pueblo el último que conocí de la provincia de Jaén; y de eso hace ya veinte años cuando recibí una invitación para predicar el novenario al patrón, San Ginés de la Jara. “Miel sobre hojuelas”, me dije, aceptando gustosamente. Y durante diez días, a la par que me iba llenando del pueblo, supe de la aquilatada devoción que este pueblo profesa a este santo, cuya imagen, obra de Jacinto Higueras Fuentes, muestra un anciano barbudo en cuyo rostro asoma una belleza convulsa y atrayente. Volví más veces, pero ya sabiendo mucho más después de leer cuanto sobre él han escrito buenos amigos de los que me fío y cuyos nombres anoto agradecido: Ginés Torres Navarrete, Miguel Ruiz Calvente y Blas Ruiz Carmona.

Hace poco volví buscando saber algo nuevo del alma de este pueblo. Y comencé mi paseo en “Las Barandas”, en donde pregunté a un anciano que encontré que, mirando al “Chirigote” , me dijera qué tiempo haría en los días posteriores. Y decidí comenzar mi paseo en esa balconada , capricho geológico, desde donde se divisan las tierras que, por el norte, riega el Guadalimar. Era esta la estampa que me presentaba la primitiva cartografía de este pueblo, trazada por el río y las tierras de su ladera izquierda y que fue caprichosamente alterada, a sangre y fuego, cuando las huestes castellanas impusieron una nueva basada en el vasallaje y el dominio.

La historia de este pueblo con 112 kilómetros cuadrados de extensión y 4.300 habitantes, está marcada por las dos cartografías a las que me he referido, dos cartografías que, casi imperceptiblemente, conforman el alma de este pueblo que tuvo ricas, fértiles y fecundas tierras en las laderas que bajan al Guadalimar, pero hoy se han vuelto poco estables, yesosas y salobres, surcadas por arroyuelos de poca monta, cubiertos de matorrales y pastizales. Bien es verdad que desde que se aprecian algunas buenas manchas de olivares, regados por goteo y en alguna que otra umbría aparece alguna parcela de cereal. Sabiote, por la fuerza de sus últimos cinco siglos, ha dado la espalda al valle y se ha volcado a la Loma, mimando su patrimonio, aunque bien sabes que de “petrificar el pasado” no se vive; y menos cuando ese rico patrimonio sigue siendo un “lugar de paso” y “cenicienta” del triángulo renacentista del que forma parte la población.

Un lado del corazón sabioteño sabe que fue junto a las riberas del Guadalimar en donde se asentaron los primeros colonos antes de la Edad del Bronce; que los construyeron en terrazas de aquellas suaves lomas de la ladera izquierda (“La Muela” y “La Minilla”); que los romanos, edificaron alquerías diseminadas en los campos que empezaron a roturar y hacer germinar (“Las Norias” , “La Fuente Don Diego” o el “Cortijo Avenazar”); que los visigodos fueron maestros en la producción hortícola, cerealista y vinatera, y que los árabes siguieron igual hasta que, ante el avance de las huestes castellanas, a finales del siglo IX, levantaron en el centro del actual casco urbano un pequeño poblado amurallado, embrión geográfico del actual pueblo, que Fernando III, después de haberlo poblado, anexionó a la ciudad de Úbeda. Durante los dos siglos que fue suya, la aldea creció en población y su casco urbano se extendió encerrado por murallas. Alfonso X, al entregarla a la Orden de Calatrava la hizo “Encomienda”, hasta que, a comienzos del siglo XVI, fue vendida a don Francisco de los Cobos, quien, en 1537, previo pago oneroso, la hizo Señorío, comenzando Sabiote una nueva etapa que, con luces y sombras, marcó su futuro.

“His rebus cognitis”, que tanto repitiera Tito Livio en su “Guerra de las Galias”, me adentré a contemplar los rastros cartográficos de estos dos mundos, dos modos de vivir que he tenido en cuenta en mi paseo mientras contemplaba la suntuosidad del poder en el castillo señorial, o en las fachadas de las casas de “Los Melgarejo”, “Los Messía” o la “Casa de los mil hombres”. Un poder bien marcado en los emblemas renacentistas del Pósito , las Casa Consistoriales, El Mesón Viejo y el Mesón Nuevo, en la plaza de Las Chinas. Y una suntuosidad que debió ruborizar el alma cristiana de sus dueños y señores, quienes mostraron su humildad en los edificios religiosos, como el exterior del templo parroquial de San Francisco, la ermita del patrón o la sobriedad que Alonso de Vandelvira plasmó en el convento de las Carmelitas, en donde, al llegar, imaginé el pifostio que se liaría cuando, un día de 1617, a la vista de los atributos masculinos, descubrieron que quien muchos años dijo ser hembra resultó ser macho. Pero hay un espacio en donde asoma bien el alma del pueblo, un espacio primitivo, el llamado Barrio del Albaicín, con sus calles sencillas, sus casas con de huecos irregulares y adintelados, con sus aleros y sus rejas y con ventanas y balcones forjadas de hierro. Y, si me apuran, como símbolo del alma de este pueblo, yo pondría ese manantial que es “La Fuente de La Corregidora”, a donde llegan aguas de lugares dispersos, aguas por doquier.

Así es el alma de estos vecinos de los que dicen “En Sabiote, el que no es tonto, es cipote”, pero sabiamente le responden: “Y el que no sale para ministro”. Y, como ejemplo de uno de los genios aquí nacidos, acabo con la evocación de Juan Antonio de Viedma, aquel romántico, viajero rebelde y bohemio, nacido en Sabiote en el siglo XIX. Y lo traigo a colación porque fueron varios años los que me ocupé de rastrear aquí y allá datos para esbozar una biografía suya, algo que parece imposible, pues él mismo, al parecer, solía despistar en sus escritos, para evitar ser biografiado. Tuvo alma de gran artista que asoma en algunos de sus muchos versos, no todos buenos, pero sí ingeniosos. Lo que me llevó a seguirle la pista a este sabioteño afectado del “mal de siecle” fue, no solo que hubiera nacido en nuestra tierra , sino haber sido su prosa pionera en incorporar el germanismo de Heine a la literatura española. Ya con eso... tiene Sabiote bastante; y mucho más quizás que otros.