Un final digno

06 mar 2018 / 09:24 H.

Cuando un escritor aborda el desenlace de una historia se esfuerza por conseguir un final redondo, coherente, una conclusión lógica capaz de dotar de sentido a todas las tramas a las que habíamos asistido a lo largo de la narración, para que del conjunto se desprenda una cierta racionalidad, un mensaje. Pero en la vida, a menudo, los desenlaces no son, lamentablemente, redondos, no obedecen a una lógica, no suponen la culminación pertinente de los acontecimientos, no constituyen un punto y final coherente.

Por desgracia, cuando, en un proceso de grave enfermedad, uno asiste a la agonía de un ser querido, constata, con tristeza, que la errática narrativa de nuestro drama existencial no encuentra, en ocasiones, un cauce para remediar el sufrimiento. En muchas de nuestras obras teatrales clásicas el nudo de conflictos irresolubles era finalmente resuelto por la irrupción de un personaje dotado de autoridad (en ocasiones el mismísimo Rey en persona) que propiciaba una adecuada solución a todos los laberintos dramáticos de la obra. Sin embargo en el nudo de conflictos dramáticos de nuestras agonías terminales, no hay “deus ex machina” alguno capaz de remediar situaciones tan angustiosas.

La muerte es un fastidio enorme, estamos obsesionados por acumular objetos y experiencias, y tratamos de ignorar ese macabro trámite que nos despoja de propiedades y vivencias. Y nuestros políticos, garantes del bien común de una sociedad plural y adulta, no han sido capaces de dotarnos todavía de una reglamentación global y pormenorizada sobre este asunto, a través de un esfuerzo legislativo capaz de equipararnos en esta materia con los ordenamientos de los países más avanzados de nuestro entorno. Para que en aquellos casos en los que nuestra tragicomedia vital, se encuentre atascada sin solución médica viable, y en una situación de sufrimiento sin sentido, prevalezca la voluntad del individuo para exigir un final digno. Se trata de un tema muy complejo, en el que caben apreciaciones morales de distinto signo, pero que requiere un debate racional y desapasionado, superando cuestiones de tacticismo electoral, que pudieran propiciar que nuestros legisladores no desearan complicarse la vida abordando una materia que aunque puede paliar situaciones muy dolorosas, tal vez suscite el rechazo de algunos de sus votantes.

Tal vez por eso nuestro sistema legislativo ha sido incapaz de reglamentar adecuadamente un tema tan vital como es el derecho a una muerte digna, y este es un asunto que posiblemente nos acabará afectando, tarde o temprano, en 1a, 2a o 3a persona. Nos creemos que nuestra comedia es eterna, que podremos seguir encadenando escenas hasta el infinito, olvidando a menudo que las frágiles cuerdas de nuestra tramoya pueden resquebrajarse en mitad del monólogo, dejándonos atrapados por un telón que no ha caído completamente, e iluminados por las sombras de unos focos, cuyas lámparas no acaban de fundirse, mientras los atónitos espectadores contemplan nuestra agonía con piedad e impotencia.

Por eso es fundamental que cuando los médicos hayan determinado fehacientemente que se nos acabaron para siempre el texto y las acotaciones, y de nuestro personaje lo único que quede sea una máscara de tragedia, se nos permita hacer mutis de escena, mediante un final digno.