Trasiego de muertos

27 jul 2018 / 08:16 H.

El psicólogo y médico anatomista del siglo XIX Oliver Wendell Holmes fustigó desde su retranca de profesor “made in Harvard” el puritanismo feroz de sus antepasados, y puso en solfa el de sus coetáneos bostonianos desde un genuino sentido del humor yanqui. He de admitir que el tal Holmes —me refiero al médico escritor y no al legendario detective británico— hubiera seguido siendo para mí un ilustre desconocido si no hubiera sido porque escribió un libro, a modo de charla en prosa, titulado The autocrat of breakfast table (El autócrata del desayuno. 1857). Navegando por internet a la búsqueda de una sola gota de aceite de oliva en la historia de los desayunos norteamericanos me encontré con él, y ciertamente nada tiene que ver con nuestras tostadas mañaneras.

El hecho es que accedí al libro de Holmes, comprobando que la alusión al desayuno que se hacía en el título no se refería a la acción de romper el ayuno nocturno, que era lo que de verdad me interesaba. Entresaqué de él, bote pronto, algunas frases: “El ruido que produce un beso no es tan fuerte como el de un cañonazo, pero su eco dura mucho más tiempo”. Y esta otra: “El espíritu de un fanático es como la pupila del ojo; cuanto más intensa es la luz que le llega, más se contrae”.

Por fin encontré en el libro de Holmes una pequeña referencia a las viandas que justificara lo del desayuno del dictador: “Los hombres, como las manzanas y las peras, toman un poco de dulzura antes de que comiencen a estropearse”. Ello me hizo pensar cuan longevos son los tiranos, los caciques, los autócratas, los dictadores y los poderosos fanáticos, y cómo al final de sus días nos muestran siempre una plácida apariencia de abuelitos entrañables. A esa edad sólo se desayunan con las ínfulas del cisne que está presto a cantar antes de morir. Solo su arrogancia cruel les ha hecho creer durante toda la vida que, como al gallo desquiciado, el sol ha salido cada mañana exclusivamente para oírlos cantar a ellos sus nanas de muerte y sufrimiento. A los españoles, amamantados por tantas culturas que han cruzado la península de los celtíberos, no nos asusta la muerte. Hacemos de ella en muchas ocasiones un divertimento lúdico de gran calado etnográfico. En el caso de la controvertida fiesta nacional, un hombre feminizado por su ceñida vestimenta de luces trata de dar muerte, haciendo liturgia de ello, a la fuerza bruta e irracional de un toro bravo. Es significativo que el cuerpo más legendario y aguerrido de nuestro ejército se autoproclame como “los novios de la muerte”, y no como los legionarios de la vida, y le rinda culto, también con mucha liturgia, al Cristo de la Buena Muerte y no al Cristo Resucitado.

A los celtíberos no nos asusta la muerte, a la que rendimos un culto ancestral. Nos asusta un muerto, con nombre y apellidos, y el hecho de que pueda volver del más allá, y nos asusta también un viejo loco que no le tenga miedo a la muerte ni a los muertos.

En el capítulo 19 de la primera parte del Quijote se recoge la que podemos considerar como la primera cita gastrosófica de esta monumental obra cervantina. En ella se recrea el traslado de los restos mortales de San Juan de la Cruz desde Úbeda a Segovia. Don Quijote y Sancho se encuentran con tan luctuoso cortejo y en un tris estuvo que el caballero de la triste figura, paradigma del viejo loco celtibérico, se metiera en pendencias, y así concluye Sancho Panza:

—Señor [...] la hambre carga: no hay qué hacer sino retirarnos con gentil compás de pies, y, como dicen, váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza.

El Valle de los Caídos es un monumento a la muerte fratricida en el que reposan los restos del dictador, que pese a todo murió de viejo en su cama bajo la apariencia de un abuelito entrañable, como refería Holmes. No desoigamos a Sancho Panza y vaya el muerto a su sepultura y tratemos de procurarles las hogazas en España a tantos jóvenes bien preparados que tenemos repartidos por medio mundo dispuestos a militar en la vida junto a los suyos y en su tierra.