Pisar lo fregado

20 feb 2017 / 10:38 H.

Hace pocos días, hablando de Charles Aznavour, les recordaba la virtud y el gozo que supone el saber envejecer. Recuerdo que cuando era un niño mi madre me regañaba si pisaba el suelo que ella acababa de fregar. Ahora, es mi mujer la que me lo dice. Y es que es fastidioso pisar en lo que está limpio. Desgraciadamente, son demasiadas las personas que han llevado una vida brillante, llena de éxitos, una vida que les ha dado de todo, fama y dinero, y que cuando van camino de la vejez pisotean ese pasado, esas huellas, ese camino y se convierten en seres indignos de esa aureola gloriosa que un día consiguieron con su trabajo o con su arte.

Son personas poseídas y obsesionadas en que su luz brillará pase lo que pase y hagan lo que hagan. Personas que fueron importantes y aportaron méritos al mundo y que no han sabido asumir la humildad ni la inteligencia de saber que nada dura eternamente y que, al final, es más importante el respeto que la admiración. Hemos conocido testimonios de artistas, toreros, pintores o futbolistas que alcanzaron la gloria terrestre y terminaron revolcándose en el fango de la estupidez. Y en casi todos los casos, duele ver a alguien a quien admiraste sumido en la desgracia sobrevenida por su desmedida vanidad y engreimiento. El ejemplo que dan estos personajes que se van borrando de la memoria universal es francamente desconsolador y hace mucho daño a las gentes jóvenes.

Quienes hemos conocido a Diego Armando Maradona en su plenitud no teníamos más opción que admirarlo como futbolista. Pero el astro argentino, quizá demasiado pronto, empezó a pisar lo que él mismo había fregado. No cesó de lanzar barro sobre su estrella, quizás creyéndose que era verdad lo que sus admiradores le decían, que era un dios. Maradona emprendió un camino retorcido que ha ido erosionando su imagen y en el que se ha ido dejando la fama y el respeto que un día supo ganarse en los terrenos de juego. En su reciente visita a Madrid, Maradona dejó una vez más constancia de sus errores, provocando escándalo y dejando una penosa impresión de sus valores personales. Dice el refrán que es peligroso darle a un tonto un lápiz. Ojo, Maradona no tiene nada de necio. A él nadie le dio un lápiz sino un balón con el que supo ganarse una gloria tan embriagadora que, a sus 56 años, aún le produce resaca.