Piel de Lagarto

03 jul 2018 / 08:15 H.

Hace muchos años, el amor salvó a Jaén. Era una época en la que no existía la mayor de las amenazas, sino que todo era amenazante, un terrible lagarto de descomunales dimensiones protegido al amparo de un raudal generoso, el de La Malena, vino a sumarse a la desesperanza de unos tiempos difíciles, donde todos arriesgaban sus vidas por el mínimo motivo de existir, cuanto más por querer saciar la sed. Cerca de allí, perdido en la gestación de un castigo, el prisionero languidecía en una celda por un delito olvidado, como todos, menos por la víctima, a veces olvidadiza. Y fue así como el amor le dio a Jaén una nueva oportunidad, cuya fama merecida quedó en los recuerdos inmateriales de un pueblo.

Cuentan que surgió poco a poco, como empapa la lluvia fina los horizontes de la tierra, blanda y mullida, así se empapó el corazón del prisionero, duro y calloso, de verla a diario, desconocedor de lo que se ve a diario es lo que se desea. Ella, radiante. Él, soñador. Llegaron, día tras día, bajo el caliche del cerrojo y la maldición del candado al conocimiento que solo se da en los enamorados. Él, el prisionero. Ella, la hija del carcelero. A cambio de su libertad y de la mano de su amada, no dudó en proponer su vida en apuesta: “Yo os libro de vuestro lagarto y vosotros me libráis de estos grilletes, y que Dios me libre de mis amigos, que por ellos en esto me hallo, que de mis enemigos ya me libro yo”. Y así habló la lengua del prisionero, profunda en su garganta, tanto que enraizaba en su corazón. Al gobernador, poco le importaba ni la lengua de su prisionero, ni la mano de la dama, y puestos a ello, ni la vida de ambos, pero sí la muerte, la de aquel lagarto, al que nadie osaba acercarse, ni los soldados, héroes del frente, ni los aldeanos de manos encallecidas. A lo sumo, solo algunas gotas de agua bendita de hisopo arrojadas a prudencial distancia en un intento baldío de exorcismo.

Como el tiempo es lo único que sobra en un calabozo, a través del ventanuco es fácil, cuando se está enamorado, pergeñar empresas y sueños a dúo, “sottovoce”, ella, esperando a entrar, y él, esperando a salir, y así con ellos, hacer frente al horror de la soledad y al miedo del tremendo lagarto. La idea, quizá surgiera en una pesadilla o en un momento de desesperación por entrelazar manos y unir labios. Nunca se supo. La única condición material que pidió el cautivo fue satisfecha como si fuera la última cena de un reo, su última cena. Al punto le trajeron un cordero, sutil, y no tanto, destello de sacrificio, un azumbre de salitre, carbón y medio barrilete de azufre rojo del río Segura, la piedra inflamable de los antiguos.

El amanecer de su primer día libre sorprendió al prisionero sin ella, camino a la cueva del lagarto, con el aire del rocío en su cabeza, con ropas de campesino y el cordero muerto a sus hombros, vigilado de lejos por dos guardias más amedrentados que tres viejas a la lumbre en una noche de tormenta. Dentro del raudal resonaba la recia respiración del monstruo, insinuado en la proyectada sombra que lo escoltaba. La noche de cacería se había cobrado dos víctimas: un caballo alazán que descabalgó al caballero en el susto y un niño mendigo, demasiado valiente, pero poco prevenido.

El prisionero, antes de salir de su prisión, tomó cuidado de rellenar el cordero con lo que había pedido, carbón y azufre y algo de salitre. La imagen de su amada en la cabeza le dio el valor necesario, la fuerza suficiente y la locura de amor supuesta, presupuesta. Por eso, no pensó cuando silbó como un cabrero y el gigante escamado despertó. Allá sintió su mirada fría y poiquiloterma, su aliento sulfuroso y su hedionda piel que se acercaba con inusitada rapidez para un reptil. El valiente prisionero no quiso mirar más, así que solo lo intuyó por su rumor y su olor, como un ciego, y le arrojó a su marcha el cordero, que el inmenso lagarto tragó de un bocado, lo suficiente entretenido como para que el prisionero encendiera yesca, al golpe de eslabón y pedernal. La inusitada carrera comenzó entre huertas y cercados, corriendo entre vegas y frutales, el prisionero con la yesca en la mano esperando el momento idóneo.

De La Malena a San Juan, corrieron uno en pos del otro, la bestia tras el hombre, el hombre en pos de su vida y la libertad. Al fin, frente a la torre de la iglesia, un mal paso le hizo caer y se sintió acorralado y perdido. El error del monstruo fue abrir la boca, por donde, casi sin mirar, acertó el hombre a colar lo único que llevaba en la mano, la yesca que el lagarto tragó. Lo que nunca supo aquel ser fue que jamás debió tragarla, porque prendió el cordero relleno de pólvora que todavía estaba en el mollejo. Aun perdura el estampido de la explosión. El lagarto reventó, como indica su nombre, como el lagarto de La Malena, dejando sus restos escamosos desparramados en varias leguas a la redonda. Muerto el monstruo, el prisionero recuperó su vida y ganó otra con la mujer de la que se enamoró. Por fin, él, libre. Ella, con él, y Jaén sin su lagarto, pero con su piel como trofeo y galardón. Y con una lección: no hay demonio que pueda con el amor.