No valen generalizaciones

11 oct 2018 / 11:08 H.

Resulta complicado comprender el mundo y su realidad, ese conglomerado de estructuras de diferentes y variopintas composiciones, difícil de clasificar. La realidad es un poliedro y nosotros construcciones culturales que en cada periodo determinado de la historia nos cargamos de signos y significados, resultando hoy algo muy distinto a lo que hace varios siglos podíamos ser, definiéndonos de otra manera. El ser humano, no obstante, es el mismo físicamente —digamos la carcasa— desde sus orígenes arcanos, aunque mejorado en cuestiones como la alimentación, creciendo en altura y anchura, o avanzando ostensiblemente en salud y sanidad. No caigamos en el tonto error de que las generaciones en blanco y negro, o en otros siglos, no eran iguales a nosotros, pues eran idénticas en lo bueno y en lo malo. Poseemos la misma capacidad para pensar, crear o adaptarnos. En concreto, y en el actual sistema liberal, se generan individualidades que se creen autónomas, pero a la postre nos necesitamos los unos a los otros porque la relación con los demás se configura como la verdadera, auténtica y única esencia del ser humano, es decir nuestro ser social. Nadie se encuentra al margen del mundo y nos influyen las cosas mucho más de lo que pensamos, por más dinero que ganemos como para no depender de nadie, cambiar de ciudad o no tener que trabajar. No podemos confundir la capacidad por sentir y experimentar de manera singular, e incluso ideal, es decir nuestras posibilidades de especulación verbal, con lo que nos impele a interactuar con los otros, puesto que sin los demás no podríamos considerarnos a nosotros mismos. Estas semanas en Estados Unidos me están sirviendo para reflexionar sobre el liberalismo y las razones que argumenta el sistema para perpetuarse. Poco se puede decir cuando visitas este magnífico país de contrastes que ofrece un nivel de vida óptimo y unas condiciones de trabajo inmejorables, si bien no atan tampoco a los perros con longaniza. El imperialismo —e imperio en latín significa “poder”— es ciertamente contradictorio: da muchas oportunidades a los que viven aquí, recursos, comodidades, bienestar, una posibilidad de prosperar, pero al mismo tiempo condena a la pobreza a la mayoría de países del planeta. La burocracia es menos tediosa, menos intrincada, y además se accede más fácilmente a un puesto de trabajo adecuado a tus méritos. Por nuestra parte, España se ampara en Europa como un colchón... ¡pero qué cerca se encuentra África! Demasiado a menudo se piensa eso de que se vive en la cumbre de toda buena fortuna, y es cierto, porque nunca se disfrutó de tanto, pasando sin transición de las miserias de los setenta y los ochenta a las abundancias de los noventa, por arte de birlibirloque de Felipe González, cuando los centros comerciales comenzaron a hacerse populares, y se consumía a mansalva con precios cada vez más accesibles. ¿Este puede ser el paraíso? El comunismo, según la doctrina tradicional, poseía la consigna del “quítate tú que me ponga yo”, frente al capitalismo que planteaba un “ya te llamaré”. Sea como sea esta fiera llamada ser humano ha llegado hasta aquí, aunque nunca podremos asegurar que esta es la única manera posible de organizarse socialmente. Al fin y al cabo se trata de organizar la realidad y el mundo, una labor clasificatoria. Y ahí seguimos. No valen generalizaciones.