¿Merecemos más?

11 jun 2018 / 08:02 H.

Como demócratas, debemos estar satisfechos por el cambio en las alturas gubernamentales del país de nuestros desvelos. Hora iba siendo de que una crisis institucional tan profunda como la vivida en España en el último lustro, se resolviera tal y como sucede en otros países de nuestro entorno. Con responsabilidades políticas, con dimisiones, o con moción de censura. Al menos, tras la caída de Mariano el impertérrito, me telefonean mis amigos europeos y europeístas dándome la enhorabuena. Asombrados por la osadía de Pedro Sánchez al nombrar su gabinete ministerial, récord mundial en porcentaje de mujeres al poder. Con total descaro, me preguntan si se trata de “mujeres florero”, de principiantas inexpertas, de un gesto de cara a la galería. Y ahí me siento seguro y ufano. Las once ministras son expresión del cambio social más profundo vivido en la España del postfranquismo, junto a la Ley de matrimonio homosexual del vituperado Zapatero. Defiendo a dos de ellas, las andaluzas Carmen Calvo y María Jesús Montero, que en absoluto responden al delicado y resbaladizo concepto de “cuota femenina”. Valientes y preparadas, les cuento. Con carácter, solvencia intelectual e ideas claras. Cualquiera de ellas podría ser Presidenta del Gobierno del Estado sin el menor desdoro.

Vuelven a la carga mis interlocutores telefónicos, desde Roma y Burdeos, sorprendidos ante el barjazo del PP, tan imprevisto como raudo y espectacular. Prometen regalarme una caja de Saint Émilion, y un par de botellas de Brunello di Montalcino. Les sugiero rapidez en el envío, que la alegría dura poco en la casa del pobre... Porque ya se escucha, apenas tres días después de la toma de posesión, el afilar de cuchillos; persiste el rostro descompuesto de Rivera y los suyos, sorprendidos en plena borrachera metroscópica; rayos y truenos salen de la boca de Rafael Hernando, el rotweiler pura raza de la camada popular; gotean a diario las urgencias de Pablo Iglesias, en plena carrera para salirse del rebufo de Sánchez, a quien ha apoyado más por necesidad que por convicción... Cada dardo pablista contra el nuevo gobierno aleja y difumina la sombra alargada del chalet, icono de la torpeza.

Ya era hora..., me reconvienen mis adorables gabachos, con acento de reproche. ¿Cómo habéis podido sostener y soportar a un Presidente de la nación sobre el que existe la convicción moral de que ha recibido muchos sobres de 3.000 € bajo cuerda, fruto de las comisiones aportadas por las empresas adjudicatarias de grandes obras y proyectos públicos? “Somos los españoles un pueblo de proverbial paciencia, un pueblo tan viejo y mezclado como sabio”, arguyo por respuesta, consciente de que mis palabras parecen prestadas por un tal Ortega y Gasset cien años atrás, y no salidas de alguien vivo en 2018. Cada uno dispone su defensa como puede... pero detecto que no están plenamente convencidos. Es entonces cuando recurro al estoque, a la solución final. Y les hablo de Jaén, de mi tierra tan hermosa como atrasada, tan paciente como envejecida, tan leal en su apuesta por la izquierda progresista como receptora de ingratitud. Es ahí cuando les atraigo a mi campo dialéctico, al asegurarles que Jaén vota izquierda en mayor porcentaje que cualquier otra provincia española, pero que no sale del furgón de cola, pierde los trenes, no huele ni de lejos la alta velocidad, transita por carreteras infames, pierde población a chorros, liquida a precio de saldo lo que fue su mayor centro industrial..., les digo que Jaén exporta, junto al aceite, lo mejor de su juventud universitaria y cualificada, que si nada lo endereza Jaén acabará siendo una tierra de funcionarios y jubilados. De olivos y gloriosas piedras doradas en La Loma.

Se hace un silencio. Les noto serios, concentrados en su recuerdo de estos campos que conocen y aman. “Merecéis más, mucho más. Jaén posee una potencialidad enorme, pero desaprovechada. Sin mejores infraestructuras no saldréis del atraso. Lanzáos a la calle...”. A mil kilómetros del mar de olivos, mis amigos lo tienen claro. Yo me formulo la misma pregunta, tonta e ingenua, desde hace décadas. ¿Merecemos más?