Me gusta la fruta

15 dic 2023 / 09:46 H.
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Resulta complicado a veces centrarse en un tema del día a día, entre tantos frentes abiertos. Me duelen las injusticias —así en general— y uno no sabe por dónde empezar a denunciar la realidad implacable y atroz que nos rodea. Aunque no soy creyente, y además apostaté hace más de veinte años, sí tengo asentado el sentido del bien y del mal, con las contradicciones que ello conlleva hoy día en Andalucía, España o Europa. La ultraderecha se ha convertido en un escenario no solo posible, sino cercano, y vemos con estupor cómo el bochornoso Javier Milei ha entrado a saco mintiendo —yo no esperaba menos—, porque no podrá dolarizar el país, arrastrando la deuda que arrastra. Malvenderá lo que quede de Argentina, eso seguro, si bien no llevará a cabo ni la mitad de lo prometido, por lo que la gente ilusa le ha votado. Seguirá agitando la falacia, la soflama y la hipérbole, esas palabras rimbombantes de choque que tanto gustan al populacho, ese que no tiene nada que perder. El ultraliberalismo económico, recordemos, trajo no solo el crac del 29, sino el ascenso de los fascismos en Europa y, ojo, otras muchas cosas más que ahora me callo, ya que no se pueden contar, pero que algún día pertenecerán al dominio público. Lo que trajo esa manera de entender el liberalismo, que es una perversión de esa filosofía, posee actualmente un resurgimiento en las políticas neoliberales que se lanzaron tras la caída del muro de Berlín, y que en cierto modo seguimos reviviendo, aunque con derivaciones más peligrosas aún. La demagogia y el populismo —no solo desde la derecha, sino también desde algunas propuestas de supuesta izquierda— han llegado a niveles insospechados. Atención: nos asomamos a un abismo insondable, un pozo al que tiras la piedra desde arriba y no escuchas nunca que llegue al final, que choque con el agua; un agujero donde se pierde la vista y ni siquiera se ve el fondo... Ejemplos hay muchos. Personajes más todavía. Cada época exhibe los suyos, como charlatanes de feria que se llevan a la plebe de calle, la arrastra y la engaña para hacer su negocio y así pasan a la historia, una vez que han arramblando con todo. Timadores consumados. Vendedores de crecepelo y elixires de la eterna juventud. Vigorizantes... No hace falta que recurramos siempre a Donald Trump, Boris Johnson o Jair Bolsonaro. En los últimos lustros han surgido como champiñones en la noche. Antes eran una excepción los Silvio Berlusconi o los Jesús Gil, versión cutre española. Pero ahora son legión, y ahí andan repitiendo “me gusta la fruta”, “me gusta la fruta” sin pudor alguno y con el apoyo de la masa, esa masa inculta, desestructurada e ignorante, ávida de frases lenguaraces y transgresoras, ese lenguaje cortante, incisivo y privado de vínculos sociales que envanece al individuo y lo encumbra en su mismidad, en completo aislamiento, incapaz de dialogar ni con el vecino, aunque ambos sean unos muertos de hambre. Un ser desposeído de sus derechos y su rango de ciudadano, sin más intereses que echarse sus porros y sus videojuegos, sus cervezas de marca blanca, cobrar el subsidio del desempleo y vivir con los mínimos recursos, hablando mal por sistema de los políticos, y luego no haciendo nada por cambiar el sistema... A ese lugar hemos llegado. Después pasa lo que pasa. En fin, que me gusta la fruta. Y cuánto hijo de fruta hay por el mundo.

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