Más medidas urgentes

01 mar 2018 / 09:15 H.

La paciencia es la madre de la ciencia, y con los años —se dice— vamos aprendiendo a ser pacientes. Nuestros mayores destilan sabiduría para ayudar a sus hijos y nietos en la cesta de la compra, en el alquiler o, sencillamente, hospedándolos en casa. Esta crisis se ha pagado con las pensiones, y ahora desde la macroeconomía hacen cuentas y suman tantos por cientos, añaden desagravios y reducciones que, más que otra cosa, suenan a cuentas de la vieja. Quito una, me llevo tres, divido entre dos, y aquí me salen los números que quiero para que cuadre todo. Que paguen los de siempre, y que después vengan las marchas por la dignidad, que aquí estamos blindados. Eso dicen. Pero por respeto y honradez, por moral, los hombres y mujeres que trabajaron durante toda su vida para atesorar sus pensiones y la Seguridad Social, se merecen otro trato, aunque con los sueldos mínimos que gastamos, que no suben ni por error, las cotizaciones que no cotizan, la precarización, los eternos becarios y la temporalidad, entre otras perlas, vamos muy mal. Una persona con 50 años, hace un siglo, parecía un vejestorio. Hoy los jubilados con 65 años entrañan vitalidad y dinamismo. Y falta hace su sensatez, su templanza, su paciencia. Eso que tanto le falta a la juventud. Así que propongo —no solo parches— con carácter urgente una reforma constitucional que modifique cuestiones importantes de tomas de decisión y reparto del poder. Me permito estas sugerencias que realizaría si tuviera el mando, sin dilatarme un segundo. De este modo, si yo dictaminara las leyes, las legislaturas serían de 5 años, y ninguna persona podría acumular más de 20 años, o sea 4 legislaturas, en cargos oficiales o de representación pública, y no se podrían repetir dos mandatos de manera continua o alterna. Nadie se eternizaría en el cargo: a lo más se acumularía el mismo puesto una década. Después de su deambular por carguchos, carguillos, cargos a secas, o altos cargos, según corresponda, no ostentaría ningún otro puesto público, y estaría terminantemente prohibida la puerta giratoria hacia la empresa privada. Entonces, me preguntarán en buena lógica, ¿a qué se va a dedicar esa persona? Y respondo que a disfrutar de su pensión. Porque nadie, absolutamente nadie, y esto es lo que yo haría sin que me temblara el pulso, podría encarnar un cargo público con menor edad que 60 años. De paso se premiaría —frente a la inercia del sistema— a aquellos que envejecen, porque la edad es un grado, con la oportunidad de iluminar a la sociedad con sus experiencias. No se diría eso de que están en política porque no tienen donde caerse muertos, o esperando la pensión vitalicia de los diputados. Y que conste que se acabaría también con eso de las pensiones vitalicias. Decía Sócrates, en una crítica feroz a la sociedad de su época, que cualquier ciudadano debía ejercer el poder, pero que este consistiría en una sola jornada, y no se podría repetir. Sin llegar a tales extremos, por los que el ateniense se granjeó no pocos enemigos, convendría cambiar el modelo de representación. Aunque exagero, porque la literatura me lo permite, y sobre todo porque por otra parte hay gente muy válida y muy luchadora en cargos públicos, gente que admiro, y con conductas ejemplares a lo largo de los años, lo cierto es que hace falta un cambio radical en nuestra relación con el poder.