Madre (y padre) coraje

Tiene veintiun años. Coqueta, adora los esmaltes de uñas de colores y los tacones. Combina perfectamente su ropa, y en sus incursiones a la peluquería juega con cambios de look y de color que muchos pudieramos llamar atrevidos. Le gusta leer novela rosa, salir con amigos, y reconoce a la legua a un chico guapo. Es alegre, preguntona, parlanchina, se mueve por las redes sociales y hasta escribe en wikipedia. Tiene un gato gris. La han confundido mil veces con su hermana gemela. Es un poco original, un poco inocente, cuadriculada, bastante repetitiva, cariñosa, pero ante todo, muy impredecible, y por eso se ha perdido más de una excursión, más de una actividad extraescolar, a lo largo de la enseñanza obligatoria que terminó con éxito. Desde pequeña busca su sitio en batallas demasiado fuertes para tanta vulnerabilidad. Justo desde que su madre empezó a buscar respuestas, y como nunca dejó de hacerse preguntas, se le cerraron puertas por incómoda, se le negaron evidencias, le dieron la espalda desde las instituciones, y como en una carrera de obstáculos, siguió tejiendo sueños en una asociación para generar diálogos entre su hija y la sociedad, para llenar vacíos legales o sociales, para dar voz a su hija y a otros como ella. La chica hora tiene una amiga especial, una psicóloga a costa del bolsillo de sus padres, que la acompaña a todas partes. Lunes y jueves al gimnasio, miércoles a la biblioteca de la UJA donde cataloga y ordena libros en un ambiente letrado en el que no desentona; viernes clasificando comida en el banco de alimentos. Prestando un servicio a la sociedad que durante tantos años le ha puesto zancadillas. En busca de su dignidad. Poniendo alas a su capacidad. Podría ganarse la vida con un sueldo, pero por ahora sueña con independizarse de sus padres y vivir en un piso con otros colegas de su edad, aunque su amiga tenga que visitarles a menudo. Nadie sabe nada. Nadie hace nada. Nadie dice nada. “Madre coraje” y su padre son mis amigos. Ángela es autista.