Las torres olvidadas

19 sep 2018 / 11:55 H.

Todavía recuerdo aquel 11 de septiembre de 2001, hace ya la friolera cifra temporal de diecisiete años. Mi madre me preparaba una merienda, la televisión del comedor estaba conectada y vi la imagen descompuesta de la periodista del Telediario de urgencia, Ana Blanco, en la Primera Cadena, relatando en un atroz directo algo que solamente podría ser digno de los mejores efectos especiales de la industria de cine estadounidense. Pero no, aquello era real, crudo pero tan real como la vida la misma, bueno, se trataba de la vida misma: un avión había colisionado contra la primera torre, luego otro, la catástrofe en vivo, la muerte, la desesperación, la volatilidad de la existencia, su fragilidad, el horror, la inhumanidad... No era posible, nos dice el cerebro, que esto pueda ocurrir, menos aún propiciado por un ser o seres de nuestra especie considerada cívica e inteligente. ¿Qué indiscriminado contenido habrá en esas malditas cabezas cuya inteligencia se trastrueca en feroz salvajismo y barbarie? Llega un momento en que uno no sabe discernir quién es quién, el terrorismo es una lacra, pero “víctimas” y verdugos confunden sus papeles para entrar de lleno en un juego de perspectivas difícilmente asumible por el espectador pasivo, por el hombre y la mujer de a pie, por las pobres gentes que prefirieron precipitarse al vacío, sabiendo que pondrían fin a sus vidas, a morir quemados. Difícil elección frente a la desesperación. Cuando el horror llama a nuestra puerta nos anulamos y bloqueamos el instinto de supervivencia. No hay opción. Somos presuntos animales camino del matadero... Y sí, se acaba de cumplir el aniversario, aunque poco a poco se ha ido apagando el eco de la crueldad. Cientos de personas sepultadas por unos escombros que supusieron la losa de sus tumbas mientras todavía seguían respirando con la esperanza de un mañana que nunca les llegó. La angustia fue la protagonista de lo horrendo. Los gritos de socorro, como aullidos desconsolados de bestias que perecen en medio de la nada, fueron dando paso al silencio, al cero absoluto, al caos apaciguado. No hay nada —ni lo habrá jamás— que pueda justificar este comportamiento digno de seres sin escrúpulos y despreciables. ¡Malditos!