Las tabernas

11 ene 2019 / 11:51 H.

Si es o no invención moderna / vive Dios que no lo sé, / pero delicada fue / la invención de la taberna”. Versos de la Cena Jocosa de Baltasar de Alcázar. Hasta hace bien poco tiempo eso de que las tabernas, y todo su entorno, formaran parte de la cultura oficial no era más que una tímida pretensión de quienes querían dar a su afición a la tertulia, con vino de por medio, una noble legitimidad. ¡Como si la necesitara el crisol donde el cante se hizo verbo! Y el verbo, irremediablemente, acabó haciéndose patria. En torno al mundo de la taberna y del vino ha existido siempre un cierto prejuicio y repelús por parte de la llamada gente bien. Aunque ya los monjes del medievo, que tanto sabían de claustros, bodegas y lagares, venían a decirnos: “Confía más en el eructo de un beodo que en la oración de un hipócrita”. Y cuando ellos, sillares de lo que hoy llamamos Cultura Occidental, llegaron a tal conclusión entre códices, candiotas y maitines de misacántano, será porque existe una verdad intangible a caballo entre el “Ora et labora” de San Benito y el “In vino veritas” de Kierkegaard. Es cuestión de descubrirla. Eso sí, sin olvidar que tanto los abstemios como los borrachos dicen la verdad solo y exclusivamente cuando la poseen.

El hombre, como el pez, muere por la boca, no por lo que come o bebe, sino por lo que habla, (consideraciones de dietética aparte). De ahí la importancia de saber apreciar el hecho de que un grupo de hombres, casi siempre, coman, beban y hablen en un recinto que genéricamente llamamos taberna, y no mueran en el intento. Un viejo cuento japonés nos dice al respecto que, en la primera copa, el hombre bebe vino; en la segunda, el vino bebe más vino, en la tercera el vino se bebe al hombre. Algo parecido nos advierte Don Juan Manuel en “El libro de los enxiemplos del conde Lucanor et de Patronio”: “El vino es muy virtuoso / y mal usado es dañoso.” El escritor finlandés Mika Waltari, autor de “Sinhué, el egipcio”, quien, por medio de la metáfora, llega en el tema a la propia esencia existencial del hombre cuando dice que: “La vida es una formidable borrachera y la muerte es su resaca”.

El mismo Leonardo da Vinci entre 1470-1480 trabajó como tabernero para aumentar la exigua renta que le procuraban los pequeños encargos que le hacía Verrocchio. Será jefe de cocina, con veintidós años, de la famosa taberna de “Los Tres Caracoles”, junto al Ponte Vecchio de Florencia, hasta que en el verano de 1478 fue destruida por un incendio provocado en una riña de bandas rivales florentinas. Inmediatamente improvisó con su amigo Botticelli un establecimiento en el mismo lugar, en su mayor parte construido con viejos lienzos del taller de Verrocchio, al que llaman “La Enseña de las Tres Ranas de Sandro y Leonardo”. El local no tuvo éxito, entre otras cosas, como argumenta Botticelli, ¿quién va a entender un menú escrito de derecha a izquierda? Dos décadas más tarde dedicó tres años de su vida a pintar La Cena (la última cena de Cristo), tal vez su cuadro-mural más famoso junto a la Gioconda, en el que de forma tan austera logró plasmar toda la magia de un grupo de amigos que comen, beben y hablan del cotidiano devenir de lo místico y lo profano, e incluso cantan. Entonan los himnos de la Pascua, el ritual hebreo “Hallel”. Carne, pan, vino y canción. Y un estremecedor brindis a toda la Humanidad: “¡Para que os améis los unos a los otros!”.

Carne, pan, vino y cante en su justa medida. ¿Acaso no son los pilares sobre los que se sostiene la liturgia tabernaria? Roto el equilibrio comienza la “enrea”, donde el vino acaba por beberse al hombre y la muerte comienza a ser un poco la resaca de la vida, pero siempre desde la gastrosofía, resumida magistralmente en los versos del poeta malagueño Manuel Alcántara: “Cuando termine la muerte, / si dicen a levantarse / a mí que no me despierten”. Aunque la taberna nunca ha dejado de ser un reflejo de la vida misma: “Cuando un pobre se emborracha / con un rico en compañía, / lo del pobre es borrachera /y lo del rico, alegría”.