Las orfandades del libro

29 oct 2017 / 11:08 H.

Desconozco los libros que tengo o que he llegado a tener, sin duda y sin temor a equivocarme son más de dos y algo menos que muchos, entendiendo por muchos, todos aquellos que hubiera querido acoger para compaña de mis retiros, como bálsamos ante el inapelable cálculo de la realidad, como divertimentos, consuelo y mitigación de las soledades de un ser humano inconcluso. Disfruto de la fortuna de ser lector, porque considero que vivir asistido también con la lectura es un privilegio, un favor adquirido por mágicas conjunciones y benefactoras causalidades. Un lector sin calificativos, ni buen, ni gran, ni experimentado, ni sobrado, sencillamente un lector de fabulaciones, de sentimientos, de irrealidades, de conocimientos, en definitiva, un lector de vidas y asuntos. El libro es eso, tan sencillo y plural, unas personas que te dicen, que te cuentan, que te enseñan, y lo hacen solo para ti cuando los encuentras entre sus páginas. El libro es lo más parecido a un perro fiel, siempre está ahí para cuando lo necesitas. Tampoco sé cuántos he leído, ni aquellos que he dejado a medio camino, ni tan siquiera aquellos otros que me han procurado algún tipo de repulsa. No me interesan las estadísticas, me conciernen tan solo las sensaciones, el poso fértil que me dejan en algún sitio de la vida. Conscientemente no he arrojado a la basura ninguno, quizás algún libro de texto obsoleto que he dejado para reciclar. En otoño y a ciertas edades se nos van prendiendo algunas nostalgias. Soy fiel al libro encuadernado, al papel, al paso de las páginas con la yema de los dedos, al aroma que desprenden las ediciones nuevas, a los recuerdos que me despiertan las hojas viejas y amarillentas de algunos viejos amigos, no soporto a sus maltratadores y admiro a sus cuidadores. Supongo que tendré que ir adaptándome, pero el concepto de libro electrónico y la expresión “me voy a descargar esa novela” me producen algún que otro escalofrío. Estoy otoñando. Me resulta impensable que algún día desaparecieran en su forma y esencia actual, que quedaran relegados como un triste ornamento arcaico en alguna triste estantería, o aún peor, enmoheciéndose en el trastero para después acabar donde la basura o a merced de la hoguera. Pero la evidencia se impone, las librerías como tales, con sus libreros profesionales están desapareciendo, aquel lugar en el salón que albergaba el mueble librería con nidos para libros, ha sido dedicado a una pantalla de plasma de cincuenta pulgadas y un ordenador con internet. El mundo en pulgadas y plano. El saber no ocupa lugar, pero el libro sí, una lástima.