La última hora

22 ene 2018 / 08:47 H.

P or más que lo intento, no acierto a figurarme cómo serían aquellos tiempos lejanos en los que aún no se había inventado el reloj. Supongo que se viviría con menos agobios, menos prisas, sin esa obsesión por la hora que ahora nos domina en tantas ocasiones. El sol y la luna eran la única referencia del tiempo que tenían aquellos seres de antaño. Esto no quiere decir que el reloj no fuese un gran invento, lo es. Y bien que nos gusta lucir uno en la muñeca, a pesar de que sabemos que estamos destinados en demasiadas ocasiones a ser sus esclavos, a vivir pendientes de la marcha lenta, inexorable, de las manecillas, que marcan cada paso que damos en la vida de la que el reloj se ha erigido en pieza inseparable hasta que marca la última hora. Hago esta reflexión impulsado por la pérdida de un entrañable amigo, que no sólo llevaba su reloj de pulsera sino que vivió siempre rodeado de relojes. Manuel Lara Guerrero nació en Jaén, pasó su infancia jugando en el entorno de la plaza de los Jardinillos y, con 14 años, empezó a aprender el oficio de relojero en la relojería “Regente”, de Miguel Pérez. Un oficio poco común que ganó la pasión de Manolo y ya nunca lo dejaría. Con el tiempo, Manolo se estableció y abrió la relojería-joyería Lara en la calle Cerón. Fue en aquel pequeño establecimiento donde nos reencontramos y no sólo continuamos nuestra amistad de chavales sino que la fuimos agrandando cada día. Fui también su cliente dentro de mi modesta economía y siempre confiaba en su leal consejo, en sus recomendaciones y en los de su hija, María José, que le ayudaba en los últimos tiempos. El vivía para su trabajo y para su familia. Apenas tenía tiempo para otros menesteres, aunque sé que le gustaba el cine y, como a mí, la zarzuela.

En los últimos años nos vimos muy poco. Manolo se jubiló y yo, aquí, en mi retiro del Puente Tablas, que abandono cada vez menos para subir a la ciudad. Aun así, me llegó la triste noticia del fallecimiento de mi amigo el pasado miércoles. Algo doloroso a lo que nunca se acostumbra uno por muchos años que pasen. Es vedad que algo se muere en el alma cuando un amigo se va, pero es también verdad que, al mismo tiempo, en el alma reviven los mejores recuerdos compartidos. Manuel Lara pasó su vida entre centenares de relojes y, en el instante que señaló el destino, todos ellos marcaron su última hora.