La nueva sociedad

03 abr 2019 / 10:55 H.

De qué nos sirve que en las aulas enseñemos a nuestro alumnado que huyan de lo superficial, que den importancia a lo virtuoso, que tengan como premisa el respeto por encima de todas las cosas, al compañero, compañera, vecindad, ancianos, ancianas...? Al final nos topamos de lleno con un muro impuesto por la nueva sociedad que en algunos aspectos ensucia, no abrillanta y, por supuesto, lo esplendoroso no es algo prioritario en su nueva esencia. Hago mis cábalas y llego a la siguiente conclusión: O se es fuerte de espíritu, maduro, profundamente maduro, con las ideas claras y con la sensatez como timón de nuestra vida, o estamos realmente perdidos frente a lo absurdo e, incluso, lo soez en su más lato sentido dentro de lo que, espero, no se venga a convertir en lo habitual. Sin ir más lejos, no hace mucho fui a comprarme un pantalón y me di cuenta de que las antiguas tallas, las de toda la vida, están desapareciendo o se han trastrocado en vaya usted a saber qué. Me di de bruces cuando me insinuaba la simpática dependienta que estaba un poquito relleno y que en esa marca no encontraría nada a mi medida. Fui a otro sello comercial y, educadamente, me aconsejaban que fuera a unos conocidísimos grandes almacenes porque allí, probablemente, encontraría algún producto a mi medida. A todo esto, no pienses que peso cien kilos, pero si así fuera, ¿qué? La sociedad castiga a quien no se muestre sumiso a los cánones de belleza, ya ven: Todo el mundo come sano, va al “gym”, en lugar de al gimnasio, y exhibe móviles de última generación. Pero esto es nimio, al fin y al cabo, lo peor está por llegar, y si no, ¿qué me dicen ahora con esto de ceder el asiento a la embarazada, el “pase usted primero”, sea hombre o mujer, o “permítame, que le quite el abrigo”, uno podría ser sospechoso de machista. Sí, sé de lo que hablo, me ha ocurrido en alguna ocasión. La verdad es que uno ya no sabe por dónde tirar, sin embargo, seguiré pensando siempre que la buena educación hay que ponerla en práctica hacia cualquier persona, más allá de su piel, de su religión, de su sexo y de su ideología. Por ello, si me acusaran por un lado de ser gordo, y por otro de ser cortés, me declaro, ¡cómo no!, culpable, señoría.