La casa de la estrella

01 dic 2020 / 16:39 H.
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Vivo en la casa de la estrella de David, en la Plaza de la Magdalena, junto a la guarida del Lagarto. Se dice que, muchos años atrás, cuando la ciudad aún era de los moros, vivió entre estos muros un judío importante que llegó a ser el ministro principal del rey más grande de su tiempo. Debió ser una casa lujosa, por aquel entonces, apreciada por todos los vecinos. Hoy, sin embargo, los que pasan junto a ella la señalan y maldicen. También tratan de evitar, mis paisanos, otro lugar que consideran maldito: la entrada del vecino manantial subterráneo. Yo, a menudo, escucho ruidos extraños que proceden de allí, y que se filtran por el suelo y las paredes de mi casa. Tal vez sean señales del Lagarto que dicen que habita ese lugar, y al que todos odian. Aunque yo nunca lo he visto, y definitivamente jamás le veré, porque me dispongo a atravesar por última vez el umbral de mi casa. Tengo que hacerlo, es mi única salida. No debo mirar hacia atrás. Cierro la puerta para siempre, y camino, pero no sé hacia dónde me van a dirigir mis pasos. Algunos marcharon antes que yo, para cruzar el mar en busca de tierras más acogedoras. Será duro encontrar la forma de subsistir en un país desconocido y aprender otra lengua y adaptarme a costumbres ajenas. Pero ¿qué remedio me queda? No quiero ser condenada como otros judíos mudados forzosamente en falsos cristianos y que, debido a la denuncia de algún vecino envidioso, sufren cruel castigo por practicar a escondidas sus viejos ritos.

Yo he escuchado a los pobres torturados, en las mazmorras del Santo Oficio, proferir terribles lamentos. Sonidos lastimeros parecidos a los que salen, ahora, de las fauces del Lagarto en el raudal de la Magdalena. Los vecinos caminan por la calle como si no pasara nada, pero yo escucho su rabia. Él vive oculto en una cueva sombría por temor a que los de afuera le descubran. Y yo, si pudiera, rugiría con él. Y es que, desde que supe que el Santo Oficio investiga a mis ascendientes, el sosiego me ha abandonado. Porque sé que no tardarán en averiguar que mi abuela fue juzgada por mantenerse fiel al credo judío. Y aunque, exhausta, falleció antes del fin del proceso, los inquisidores exhumaron su cuerpo y quemaron sus restos en la hoguera. Ten cuidado, tal vez también quieran quemarte a ti, ruidoso Lagarto. Has de saber que los que te rodean son capaces, hasta de arrancarte la piel para exhibirla en una de sus iglesias, como la que está aquí mismo, en la Magdalena, y que yo visito con frecuencia.

No lo hago por fe verdadera, sino para que me vean los murmuradores. En ella me bautizaron mis padres, años atrás, pero al volver a casa se apresuraron a lavar con jabón mi pequeña cabeza para deshacer los rastros del rito. También me he visto obligada, a menudo, a comer cerdo, que luego me apresuro a escupir y a vomitar cuando nadie me ve. Pero pese a tantos esfuerzos jamás podré certificar lo que ellos denominan “limpieza de sangre”. Como si por mis venas corriera un fluido sucio que envenenase mi corazón, y que hubiera que purificar con agua bendita. En fin, no debo entretenerme, tal vez, pronto, vengan a por mí. Deja de rugir y acompáñame, si quieres, en mi viaje, Lagarto. Seguro que habrá una tierra en la que, de algún modo, podremos vivir sin ocultar lo que realmente somos.

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