La campaña ha finalizado

10 feb 2016 / 09:44 H.

Las olivas de febrero expresan su tristeza con las ramas ajadas, las hojas revueltas y el color pálido después del trauma que les supone la recogida del fruto. Para todo aquel que ama ese campo al que llamamos mar de olivos, resulta melancólico pasear por las camadas repletas de los montículos de tierra que dejan las cribas, de cogollos tiernos y aceitunas perdidas entre los pardos terrones, esas que ya nunca llegarán al molino para cumplir su destino, el de ser aceite, santo y seña de la tierra en la que descansan ahora hasta convertirse en pasas. Un año más, el aceite nuevo está en los trojes perfumando las bodegas de las almazaras a la espera de ser consumido mientras los agricultores con la ilusión renovada comienzan la temporada de cultivo con la poda. Los árboles exhaustos parecen descansar con la savia quieta y por doquier se ven los troncos cortados mostrando sólo las ramas nuevas que son la esperanza de las próximas cosechas; salpicando los suelos donde ya nacen las primeras hierbas, los granos de abono esparcidos con generosa mano esperan ansiosos la lluvia para alimentar ese bosque que verdea todo el horizonte de nuestra hermosa tierra. Los tajos ya no alegran las mañanas de invierno con sus conversaciones de cuadrilla, la faena concluyó y el tiempo se ha detenido para alumbrar la primavera ya cercana. Esto es Jaén, provincia con ciudades patrimonio de la humanidad, con recursos turísticos insospechados todavía por descubrir y promocionar, con posibilidades enormes de cultivar otros productos agrícolas en sus vegas feraces, productos que sería necesario elaborar “in situ” y distribuir con el sello de calidad de este paraíso interior con el objetivo de crear esos puestos de trabajo que son tan necesarios para progresar algo, ahora que escasea cada vez más la magra industria que teníamos antaño y hasta nos han dejado casi sin tren. Mientras tanto, los obreros están de nuevo en la cola del paro y esa realidad cotidiana y repetida año tras año enturbia la alegría de la cosecha recogida. No hay esperanza más allá del PER y la emigración forzosa, primero a los hoteles en verano y, más tarde, a la vendimia.