Inquietante

30 jul 2018 / 08:12 H.

Hace dos artículos hablábamos del carácter inquietante que tienen los robots de aspecto humano. Aunque nos pueda parecer algo de nuestros días, esa sensación de extrañeza ante lo familiar que nos producen los androides ya se la producía a los hombres del XVIII el maniquí con aspecto de turco que jugaba al ajedrez o al lector de los cuentos de Hoffmann los autómatas que en ellos aparecen. La naturaleza de ese desasosiego llevó a Freud a escribir un opúsculo sobre el asunto titulado “Lo inquietante”. Esta categoría no solo se da cuando nos topamos con un muñeco que se parece tanto a un ser humano que podría ser confundido con él, también en otras situaciones o en la perspectiva que adoptamos sobre ellas. Basta para darse cuenta con leer a Kafka; o a Kaschnitz, una escritora alemana cuyo desconocimiento en España está paliando la labor de traducción de Santiago Martín Arnedo.

La proliferación y el desarrollo de artefactos de apariencia humana ligados a la inteligencia artificial (y a la ciencia ficción) en los últimos lustros, ha propiciado una hipótesis conocida como “el valle inquietante”. Según ella, nos llevamos mejor con robots cuyo aspecto se asemeja al del hombre hasta que llegamos a un misterioso punto a partir del cual el robot es tan parecido a nosotros que nos provoca una fuerte repugnancia, que es vencida si el parecido deja de serlo para encontrarnos ante un ser humano tal cual. En el gráfico que recoge tal variación se produce entonces un valle que refleja el rechazo ante robots con forma demasiado humana. La hipótesis no sirve solo para robots, sino para cualquier réplica, y distingue entre las que se mueven y las que no. Uno mismo puede hacer un experimento, aunque sea mental. Sitúese en primer lugar ante uno de esos maniquíes que solo buscan reproducir las medidas de un cuerpo humano, sin orejas, ojos o labios. A continuación, hágalo ante un maniquí de marcado realismo. Luego, ante un muñeco de cera bien conseguido. Por último, ante un reborn, uno de esos bebés hiperrealistas que son paseados en su carrito con orgullo paternal o maternal. ¿Nota cómo la confianza desciende y la inquietud aumenta?

La peculiaridad de esta sensación estriba en el juego que se produce entre familiaridad y extrañeza. Lo que nos resulta conocido, de pronto se revela ignoto; lo claro se torna oscuro; “lo cercano se aleja”, en palabras de Goethe referidas al crepúsculo y que Borges aplica también al proceso de la ceguera. Lo que creíamos quieto se torna movedizo, lo estable se tambalea, lo sólido es ahora líquido. Y cuanto mayor sea la familiaridad que hay previamente, mayor desasosiego nos provocará su ruptura. Pero... ¿no consiste la tarea del pensamiento en poner en cuestión lo admitido? ¿No parte el pensar de alejar lo cercano, de tomar distancia de la pretendida realidad? ¿Tendría ese asombro ante la naturaleza que da origen a la reflexión una veta de terror ante un mundo que se nos ha vuelto extraño?

Volvamos a los androides. La confusión entre familiaridad y extrañeza explica, como acabamos de ver, la inquietud que nos provocan. Pero podemos afinar más. El arte del siglo XX ha usado máscaras, caricaturas y representaciones similares para referirse a un hombre vacío. El parecido de estas figuras con los robots de aspecto humano puede advertirnos sobre otra de las fuentes del malestar que nos provocan. Los humanoides son nuestro reflejo, la imagen especular del hombre de hoy. Y no solo de hoy. En un cuento de Hoffmann titulado “Los autómatas”, acabado a principios de 1814, se califica la obsesión por reproducir mecánicamente los órganos humanos para hacer música de “guerra declarada al principio espiritual”. El espíritu, lo interior, desaparece en la máquina. Por eso, se dice en ese cuento, “la simple relación del hombre con figuras sin vida que imitan como monos las formas, movimientos y quehaceres humanos tiene para mí algo opresivo, terrible, diría incluso espantoso”.