Horizonte de expectativas

15 mar 2018 / 08:57 H.

Esperamos más de lo que recibimos. No sé qué ley cultural o pseudogenética nos configura en “modo desagradecido”, ese archisabido “todo nos lo deben”. Sin conformarnos, aceptamos sin exagerar la injusticia del mundo, y nos vemos como genios incomprendidos. Cuando escarbamos en las claves contemporáneas, en el eje de coordenadas ideológicas que nos determinan, que nos hacen sentir o pensar lo que el sistema quiere que sintamos o pensemos, al menos desde su óptica hegemónica, ¿qué vemos? ¿Somos realmente capaces de darnos cuenta de lo que nos rodea? Y si llegamos a aprehenderlo, ¿nos espolea para transformar lo que no nos gusta? No me refiero al mal, a su banalización, a la ya clásica y rumiada digestión de la barbarie, lo macabro, la atrocidad y la miseria humanas, que desde que el mundo es mundo han existido, acompañándonos entre el espanto y la ternura, y que solo ha evolucionado en su perversión. Me refiero a esas dos o tres cosas que nos definen, que nos generan como deseo, llenándonos por contrapartida de insatisfacción, y cómo eso se convierte en una espiral que nunca acaba, que vemos interminable. Los límites interiores son un misterio, y hay que salir de ese ensimismamiento del yo infatuado, de ese pozo sin fondo en el que habitualmente residimos. Por lo general, cuando hablamos con alguien esperamos que nos refrende lo que le decimos, que nos dé una palmadita en la espalda, que asienta con nosotros y nos diga que llevamos razón, devolviéndonos nuestras propias palabras. Por lo general, no aceptamos críticas, y mucho menos estamos dispuestos a realizar una autocrítica. En realidad, la tarea consiste en escuchar —esa rara habilidad— al otro como si se tratara de lo más querido de nosotros mismos, no como interés espurio, sino como aprendizaje. He ahí el problema ante nuestra nula predisposición, porque todo aprendizaje necesita una enseñanza, que en estos tiempos nadie imparte con el ejemplo. Y de otro modo, ¿para qué? Llenos de prejuicios, saturados de vanidad, repletos de soberbia y autocomplacencia, ¿qué nos haría rectificar y pensar mínimamente que no todo está hecho, y que hay un margen de mejora? Solo un cataclismo, una tragedia, un gran golpe que, en condiciones normales, en esta comodidad instituida, raras veces sucede. No al menos desde ese particular punto de vista de la estabilidad pequeñoburguesa, esa que se perpetúa como forma de vida, esa que nunca se examina. Sin embargo, escuchar al otro se propone como un acto de altruismo y solidaridad. Un mecanismo noble por el cual nos damos, abriéndonos, entregándonos, borrando nuestra identidad para dejar que la otredad entre en nosotros, nos haga distintos, nos «altere», nos fertilice. Solo al escuchar aprendemos, ya sea al otro personificado en los demás, ya sea al otro que nosotros mismos somos también a veces, cuando nos olvidamos de aquellos a quienes representamos. Hay que abrir los oídos, para después, en ese proceso personal e intransferible, admitir que jamás se cubrirá nuestro horizonte de expectativas, que no habrá nadie ni nada que satisfaga plenamente lo que nosotros queremos, que siempre encontraremos una traba para sentirnos comprendidos, o que nos digan lo que esperamos que nos digan. Quizás en ese momento, más que conformarnos con lo que no hayamos recibido, nos alegraremos de lo que tengamos. Pero qué trabajo cuesta.