Hay que sonreír

19 jul 2018 / 08:14 H.

Según las afirmaciones acaecidas en las últimas semanas, y el desarrollo —comprobado por los estudios y las investigaciones más fiables— de los acontecimientos, nos enfrentamos a resultados verificados con suma pulcritud, comprobando un refrendo consensuado en torno a los procedimientos, los procesos teóricos y las herramientas necesarias para realizar ese balance oportuno y equilibrado, nunca mejor dicho, en torno a la cuestión palpitante —disculpad el tópico— que a todos nos preocupa, en virtud de las disquisiciones y las referencias de sobra conocidas, y que hemos tratado de justificar en reiteradas ocasiones a través de nuestros informes más recientes, nuestro trabajo concienzudo a lo largo de los últimos años, pues se anunciaban previsibles —ya te lo había dicho yo— junto a la constatación de los mecanismos que hemos manejado, las consideraciones finales y que, a la postre, nos han llevado a esta indescriptible situación. No hay duda alguna y no nos lleva a engaño: hay que tener muy en cuenta la afirmación tautológica, las acusaciones negligentes, la resignación estoica, la máxima epicúrea, los principios individuales y la letra pequeña del contrato, que siempre tiene algún “pero”, la relación más que evidente de las consecuencias con las causas, y la ausencia de responsabilidad de las partes implicadas, visto lo visto del contexto sociohistórico y el eje espaciotemporal en el que nos insertamos, el tiempo que nos tocó vivir de índices bursátiles, y la injusta dialéctica de la oferta y la demanda. Vivimos tiempos difíciles en los que —como todo el mundo sabe— cada uno va a lo suyo, menos yo que voy a lo mío.

Eso en cuanto a los procedimientos... Si atendemos a la ejecución la cosa no es menos inquietante, porque estamos siempre pendientes de los resultados y nos centramos más en el punto de partida que en el de llegada, cuando esto último es lo decisivo, lo verdaderamente auténtico, el deber inalienable entre el “yo soy” y el “yo hago”. O dicho de otro modo: dejar de hablar para pasar a los hechos, que es lo que más gusta repetir cuando se trata de echar en cara algo a alguien, de poner uno de su parte y de que te obliguen a comprometerte. Los propósitos siempre se muestran como hándicap, lastrados por las expectativas. Efectivamente, lo que más falta hoy día es compromiso, soplan aires neoliberales, el consumismo nos zarandea como peleles, nos ahogamos en un vaso de agua, no sabemos disfrutar lo que tenemos, no apreciamos lo conseguido, y aunque los poderosos cada día acumulan más, y los miserables se revuelven en el fango de sus amarguras, no parecerá un cliché recordar que los ricos también lloran, que no hay mal que cien años dure, y que el que mucho abarca poco aprieta.

Con estos mimbres poco margen nos queda excepto mirar para otro lado, sorprenderse y al mismo tiempo bostezar, caerse para luego levantarse, soltar lastre para vivir más ligero de equipaje, y dejar que el viento juguetee con los pocos cabellos que a uno le quedan, porque los años no pasan en balde, el tiempo es un corredor de fondo, no muy deprisa, pero constantemente. Este verano, por cierto, ha venido fresquito. En el campo, las fuentes que a estas alturas siempre están secas, todavía manan. Menos mal que queda algún resquicio por el que respirar, y por el que sonreír. Porque hay que sonreír, a pesar de todo hay que sonreír.