Grieta de timidez

16 oct 2017 / 10:39 H.

En mi vida cotidiana suelo manifestar cierta evitación al contacto físico. Nada grave. Solo es un reducto crónico de mi patética timidez. La que me obligaba a esconderme tras las cortinas, muy quieta, cuando de chica venían las visitas a casa de mis padres y que aún me impide mirar directamente a los ojos de cualquiera que hable conmigo. Tengo que reconocer que nunca llevé bien esa costumbre que hace unos años instalaron los coach de la inteligencia emocional de tocar insistentemente a alguien con quien entablas conversación, para dar imagen de cercanía. Desde luego, mi límite táctil entre desconocidos se encuentra en el correcto apretón de manos si te acaban de presentar o en los dos besos de rigor en las mejillas de los amigos si hace tiempo que no los ves. A veces, me consuelo pensando que esta actitud arisca nos viene dada de fábrica y que la naturaleza nos ha predispuesto para no tener que andar toqueteándonos unos a otros más allá, claro está, de los actos de retoce imprescindibles para la perpetuación de la especie. Y como no me gusta a mí hablar por hablar, sin evidencia científica, la prueba la tengo yo en que hace años, durante una noche sofocante de verano, observé asombrada un aura; ya saben, esa irradiación luminosa que algunas personas dicen percibir alrededor de los seres vivos. Sinceramente, nunca pensé que pudiera contemplar algo así. De hecho, no he vuelto a ver nada semejante. Pero ya que mi mente sofocada me puso en ese trance, decidí fijarme en los detalles de aquel resplandor exuberante, no fuera a ser que alguna vez en la vida tuviera que contarlo en un periódico. No sé por qué, siempre había imaginado el aura como un arco iris bello y estático alrededor de una persona sentada en la postura del loto. Pero aquello que estaba viendo era... ¿cómo decirlo? algo vivo; como la lumbre de una hoguera que no quemara; como el vapor de una olla exprés coloreado de naranja. Durante el breve intervalo que duró mi visión contemplé aquella danza de fuego que bullía con efervescencia y entonces comprendí que mi tendencia al ostracismo proviene justo de ahí: de ese escudo que con leve densidad rodea a los seres humanos unos treinta centímetros, entre el afuera y el adentro, y que estamos dispuestos a compartir con muy pocas personas.

Pero no somos los únicos. Si paseas por un bosque frondoso de árboles altos y miras hacia las copas verás que no se tocan entre sí. Hay un pequeño espacio que separa a cada ejemplar formando grietas que dibujan el cielo a contraluz. Se trata de un fenómeno natural que se llama científicamente ‘timidez de los árboles’. No hay un argumento irrefutable aceptado de forma unánime que explique por qué ciertas especies de árboles dejan de crecer justo cuando sus ramas van a chocar con las de otro árbol. Pero a mí me gusta creer que se trata de una concesión evolutiva de esos seres generosos al ser conscientes unos de otros. Algo así como un signo de respeto al espacio compartido o de aceptación fluida de una identidad junto a la otra. Y estaría bien que tomáramos ejemplo.

Me refiero a nosotros, la humanidad. Como sociedad tenemos ya mucho trabajo hecho. Hace siglos que comenzamos a buscar la mejor forma de dirimir nuestras diferencias sin liarnos a golpes de mamporro, a tiros de trabuco o a peleas navajeras. Nuestra audacia nos permitió incluso inventar la escritura para que perduraran las palabras mágicas capaces de evitar conflictos. El papel nos dio garantías y confianza porque ya se sabe que las palabras se las lleva el viento. Es verdad que al dejar de cultivar la memoria para trasmitir el lenguaje nos hicimos más olvidadizos, pero a cambio comenzamos a proporcionarnos pequeños contratos sociales a fin de establecer corteses grietas de timidez por si nuestra codiciosa naturaleza expansiva quisiera saltarse las lindes del vecino. Estamos hechos para poder convivir respetuosamente entre nosotros, como los árboles. Como a los árboles, nos ha llevado años crecer hasta alcanzar el cielo para hechizar las nubes. Además, de vez en cuando, podemos dejar abierto el latido de nuestra aura para que nos roce el aire.