Gran temporada de setas

22 nov 2018 / 10:15 H.

En el otoño hay que irse al campo a pasear, perderse y, por qué no, buscar setas. Pero, cuidado, no se aconseja comerlas si no se identifica bien cuáles son. Ojito. En ese sentido, leer a Henry David Thoreau supone una invitación a la rebeldía. Su obra más célebre, Walden o La vida en los bosques suscitó pocos admiradores, pero con posterioridad se ha considerado un clásico que explora la simplicidad natural, la armonía y la belleza como modelos para unas condiciones sociales y culturales justas. A veces estar fuera es estar dentro: Thoreau vivió dos años en una cabaña en un bosque, aislado del mundanal ruido, y con su otro libro imprescindible, Desobediencia civil, sentó las bases del pensamiento crítico contemporáneo. Hoy necesitamos Internet vayamos a donde vayamos e, incluso si se me apura, alguna plataforma tipo HBO o Netflix para matar los tiempos muertos visionando series de moda en sesiones maratonianas. Ya se sabe, actualizarse o morir. Sin embargo, en este mundo de frivolidades y superficialidad donde los egos se ensanchan sin medida, donde yo voy primero, después yo y si queda algo para mí también, los milagros existen, como la vuelta a la vida de Franco, quien después de más de cuarenta años de su deceso, que no olvidemos fue en su cama, y de aquellas morbosas fotos —que los fetichistas conservaban como oro en paño— en las que agonizaba entubado, todavía se cuestiona el traslado de sus restos a una tumba anónima, porque con estupor para la comunidad internacional, aún se le rinde pleitesía en el mausoleo que él erigió ad maiorem Dei gloriam. Pero vamos a ver, señores, ¿en qué país democrático se rinde culto a un dictador? Efectivamente, no hay democracia que se precie o lo tolere, y si no que echen un vistazo a las democracias liberales de Occidente, a ver dónde se mantiene un conjunto monumental de tal calibre, con tales honras u honores, y encima sufragándolo por todos. La tan manoseada Transición, claro está, nunca acabó, y algo no se tuvo que hacer bien cuando este asunto sigue coleando. Vale, vamos a alabar otra vez el esfuerzo a finales de los setenta por establecer un clima pacífico que uniera voluntades y olvidara afrentas, cuando las heridas se mantenían visibles y abiertas, pero ahora, después de tantas décadas, este debate se ha vuelto innecesario. España es un país democrático, ¿sí? Un dictador, entonces, que representa por antonomasia todo lo contrario a una democracia, no puede seguir ahí. No tiene vuelta de hoja. Nostálgicos y melancólicos deben pasar esa página, guste o no, de nuestra ignominiosa historia, aunque en privado continúen justificando el Golpe de Estado, la Guerra Civil, las matanzas, la represión brutal, y una larga lista nefanda. Hasta hace unos años, eran habituales en los bares las interpelaciones al regreso de Franco con su pelliza triunfante frente al contubernio comunista, pero en realidad, ¿alguien en su sano juicio se imagina una España sin derechos ni libertades, fuera de Europa, gobernada por un Caudillo con esa retórica rancia de asfixiante catecismo? Sólo una derecha ultramontana y las sectas más reaccionarias soñarían con un retroceso semejante. Por eso me ha dado gran alegría ver a las valientes activistas de Femen protestando contra los falangistas, mientras almuerzo un puñado de níscalos y setas de cardo al pilpil, en cazuela de barro.