Fútbol y realismo mágico

08 dic 2018 / 11:16 H.

El River-Boca ha traído algo absolutamente grandioso al fútbol: el realismo mágico. La final de la Copa Libertadores de América se juega mañana en el estadio Santiago Bernabéu, a decenas de kilómetros de Buenos Aires. Es como si a Carlos Gardel lo hubieran puesto a cantar un chotis. Además, parece como si desde la suspensión del partido en el Monumental, esa final la estuvieran disputando Labruna, Di Stéfano y Aimar, por River, frente al “Loco” Gatti, Ratín y Maradona, por Boca, en el imaginario colectivo de los hinchas, todos estos jugadores en plenitud de forma, todos jóvenes, alguno vuelto a la vida desde la muerte, en busca del campeonato. Argentina es un país con una historia reciente llena de corrupción y con una honda crisis económica y social, pero en medio de tanto barro el fútbol ocupa en el alma de un argentino el lugar de la Biblia en los primeros cristianos. Lo ha descrito muy bien Eduardo Sacheri en alguna de sus novelas. En “El secreto de sus ojos”, esa inmensa, prodigiosa y perturbadora profundización en el dolor, uno de los personajes medita en silencio en el triste Juzgado de lentitud y legajos en el que trabaja: “Deseaba vengarse del mundo porque lo culpaba del humor lúgubre que tenía desde la tarde del día anterior, domingo, para más datos. Y su humor lúgubre se lo debía, ni más ni menos, a una nueva derrota del Racing de Avellaneda. El dichoso, el maldito, el eterno asunto del fútbol”. Los jugadores de Boca y River llegaron al aeropuerto de Barajas con el rostro desencajado. Envueltos en una atmósfera de irrealidad. Porque otra extrañeza de este partido reside en que la angustia del perdedor será infinitamente superior a la alegría del ganador. Unos y otros parecen desear que la final termine en empate y dejar el desenlace para un futuro lejano que disputaran los nietos de sus nietos. ¿Por qué en Buenos Aires no llueve constantemente como en Macondo, durante siglos, como ocurrió el día que se suspendió la primera final en la Bombonera? Por eso entrena en Madrid con cara de autómata Wilmar Barrios, ese incansable futbolista de Boca que, como ha escrito alguien, “es capaz de robar 20 pelotas por partido y entregar al rival la mitad”. O Palacios, ese joven de 20 años con hombros de costalero de Semana Santa, la última perla de River, al que aseguran que quiere fichar el Madrid. Argentina es un país donde nada tiene explicación. Jorge Luis Borges estaba ciego, con esos ojos blancos y perdidos que él dirigía permanentemente hacia el techo y la nada, pero sin embargo las cosas están descritas en sus libros con detalle y con color, como si el autor las hubiera observado detenidamente con vista de lince, en medio de esa prosa hermosísima y, a veces, insuperable. Y Ricardo Darín conmueve en los cines con su aspecto desolado y duro, y numerosos expertos lo consideran ya el mejor actor del mundo. El Papa Francisco reza por la salvación de todos, y en ocasiones da la impresión de que deja alguna oración para el San Lorenzo de Almagro, su equipo. Argentina, decíamos, proporciona individualidades sublimes, pero se muestra incapaz de funcionar como país. Mañana Boca-River. Realismo mágico. La final solo se completará si la copa la entrega el coronel Aureliano Buendía, ese militar que intervino en cientos de guerras y las perdió todas, y que frente al pelotón de fusilamiento recordó aquella remota tarde en que su padre lo llevó a ver el hielo.