Eso yo ya no lo veré

27 abr 2017 / 11:59 H.

Hace algo más de veinte años, cuando la Unión Soviética se desplomaba, las cosas eran muy distintas. La posibilidad de una alternativa —deficitaria no solo en términos económicos sino sobre todo humanos— se quebró para que campara una doctrina o pensamiento como exclusiva manera de organizar la sociedad. El capitalismo secular, basado en el liberalismo, triunfaba tras varios siglos de lucha, primero contra el absolutismo y después contra los totalitarismos. Mucho ha supuesto el liberalismo en la historia del hombre, desde finales de la Edad Media en que comienza a respirarse un nuevo modo de ver el mundo, alejado de los valores teocéntricos y feudales, hasta hoy. El liberalismo se fragua entonces, pero tarda siglos en convertirse en discurso hegemónico o paradigma axial, naturalizando las formas de vida y convirtiéndolo todo en la única vía. Los liberales revolucionarios, desde el siglo XVII al XIX, determinaron los cambios más profundos que han marcado nuestra historia reciente. El liberalismo, más allá de una solución económica, se erige como una creencia humana, una mirada radical y una voluntad filosófica. No olvidemos que buena parte del liberalismo ha estado siempre ligada a movimientos sociales y comúnmente asociada a la izquierda política, los socioliberales. Ahora bien, cuando hace algo más de veinte años se argumentaba que el comunismo era un dogma que ya no se ajustaba a la modernidad, viejo y —peor— anticuado, ¿Es que no se contemplaba que el liberalismo fue muy anterior, teniéndose que adaptar en cada época? Solo así una ideología sobrevive, mudando la piel como las serpientes, arrastrándose sigilosamente y transformándose en algo distinto, aunque manteniendo su esencia. Eso le falta no solo al comunismo, sino a la izquierda en general, que pensaba transformar el planeta en dos días y medio. Tras el batacazo del horror estalinista, la autodestrucción simbolizada en el asesinato de Trotsky, la carrera armamentística y tantos y tantos errores, queda plantearse, al menos, una autocrítica que entone no un mea culpa, sino una mirada distinta, alejada de la burocracia y los aparatos del partido, en estructuras profundamente democráticas donde el liberalismo filosófico insufle aire fresco. Frente al economicismo del “dejar hacer”, la disolución del Estado y el libre mercado que en teoría —solo en teoría— reparte desde el individuo la riqueza de las naciones hacia la colectividad, hay que pensar los resquicios sociales como retos de construcción ciudadana, que no en vano surgen de ese mismo pensamiento filosófico liberal clásico, propiciando la ruptura cívica que supone la búsqueda de la felicidad pública, la separación de poderes, el socialismo utópico y la construcción de una sociedad mejor, en suma. Mucho hay que aprender, mucho que rectificar. Hay que aprovechar lo que pertenece por mérito propio a nuestro patrimonio. Tan peligroso es acabar con el pasado como apostar el resto a un futuro que nunca se realiza sino en el presente. Tan peligroso como inútil, y sobre todo decepcionante. Porque con esa decepción hemos vivido y vivimos los que desde jóvenes creímos que ayudaríamos a construir una sociedad mejor. Los que por entonces creíamos en la palabra nosotros. Ahora, sin embargo, solo queda construir ese nosotros de otro modo. Pero eso —como dicen los abuelos—, eso yo ya no lo veré.