El mandarín

14 ene 2019 / 11:24 H.

Recordemos la cuestión del mandarín de la que hablábamos el mes pasado. Usted tiene la posibilidad de heredar una gran fortuna con la condición de hacer que un viejo mandarín en la lejanía de la China muera. El crimen quedará impune y no solicita de usted más que hacer un gesto con la cabeza o apretar un botón. ¿Mataría usted al mandarín? Vimos que este cuento moral constaba de estos cuatro elementos: el beneficio, la lejanía respecto de aquel a quien se daña, la facilidad de la acción y la impunidad. Relacionamos esta última con la corrupción y anunciamos que hoy hablaríamos del ingrediente de la distancia. Dañar a alguien que nos resulta lejano parece más fácil que hacerlo a alguien próximo a nosotros. Aristóteles decía que compadecemos a quienes son semejantes a nosotros en “edad, costumbres, modo de ser, categoría o linaje”, así como los padecimientos cercanos en el tiempo, no los muy antiguos o los del futuro, al menos no del mismo modo. La distancia, espacial y temporal, está relacionada con la compasión. Muchos siglos después, Diderot apuntaba que “el asesino, que acaba en las costas de China, ya no está en condiciones de percibir el cadáver que ha dejado desangrándose a orillas del Sena”. Y Adam Smith imagina cómo un europeo decente se entristecería por la noticia de un terremoto devastador en China para pasar después a sus propias cuitas, alguna de las cuales podría quitarle el sueño que no enturbiarían los cadáveres de tantos hermanos desconocidos. Tanto individual como colectivamente, el progreso moral ha consistido en contrarrestar ese egoísmo natural, en aplicar nuestros principios a un campo cada vez más amplio. El psicólogo Köhlberg estudió el desarrollo moral de la persona, situándola al principio en un estadio egoísta y dependiente de recompensas y castigos hasta llegar al respeto a unos principios universales, pasando antes, entre otros estadios, por el de camaradería y proximidad. De la impunidad a la máxima distancia, diríamos en los términos de la cuestión del mandarín. Si hablamos colectivamente, como comunidad, ¿no inquieta nuestra conciencia la sospecha de si nuestra vida confortable no estará siendo comprada al precio de la miseria de otros, de si no estamos matando al mandarín continua y comunitariamente? Tal vez la China de nuestra cuestión tenga que ser hoy sustituida por India, donde nada cuesta imaginar a trabajadores explotados por marcas cuyos productos podemos comprar, por tal explotación precisamente, a un precio asequible. O por Yemen, un país tan distante emocionalmente que no importa si las armas que vendemos a Arabia Saudí pueden ser utilizadas contra su población siempre que se aseguren los seis mil puestos de trabajo que permite el contrato de cinco corbetas para este país con Navantia (revísese el reciente caso y dígase si no es pertinente ahí la cuestión del mandarín). La interrelación entre todo lo humano no es ya un ideal, sino un hecho. De ahí que la justicia tenga que ser global. Sin embargo, da la impresión de que la política se haya atrapada en conceptos locales, estatales, y es incapaz de controlar el verdadero poder, situado fuera de todo territorio y carente de fronteras. Es esa la zona oscura de la globalización, que ha generado distópicas pesadillas. El ciudadano siente hoy que el rumbo de las cosas no depende ya de él y que está a merced de golpes que no puede prever. ¿No se viven estos a veces como el castigo por la muerte de los mandarines? Y del mismo modo que ya nada humano, por lejano que sea espacialmente, puede resultarnos ajeno, el pasado y el futuro imponen deberes al hombre de hoy. Las posibilidades ambivalentes de nuestra capacidad tecnológica ponen de manifiesto la necesidad de preservar restos pretéritos y, sobre todo, las obligaciones con las generaciones venideras. Nunca estas han estado tan cerca de nosotros, reclamando su derecho a un planeta habitable.