El hielo, esa cosa delicada

17 ago 2017 / 12:41 H.

A los melancólicos les gusta la impresión que produce pisar hojas secas por un boulevard en otoño, sus colores ocres y amarillos, igual que el recogimiento del invierno, cuando apenas hay luz. A los neuróticos la primavera, con sus cambios de humor y de estados de ánimo, sus golpes de euforia. Pero el verano es distinto, e incluso para esos autónomos a los que habría que poner un monumento, que si se cogen unos días no ingresan, incluso para ellos, el verano es para disfrutar, andar medio desnudos por la casa, echarse la siesta descansando a pierna suelta, aunque sea una cabezadita. Escuchar las chicharras con su monótona canción. Tomarse algo fresquito. Ver caer la tarde lentamente... Es la mejor época del año, no hay duda alguna. Y ese efecto de abrir la nevera, llenarse un vaso de agua casi helada... Le llamábamos nevera porque venía de nieve. Cuando yo era niño aún eran populares las fábricas de hielo, y una barra simbolizaba el progreso ante la naturaleza. Como en el mítico inicio de Cien años de soledad, cuando el coronel Aureliano Buendía, al encontrarse frente al pelotón de fusilamiento, recuerda aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo...

El sudor cae a chorros: el frigo se convierte en una especie de oasis en estos pagos del sur, porque las paredes de las casas ya no están hechas como antes, todo se reblandece y se aplatana, todo pierde consistencia y se deshace, se cuece, se arruina. El sistema nos ha estructurado de manera que llenamos el coche cuando vamos al hipermercado, luego el frigorífico, y después la basura, con tanta lata y tanto plástico. Dependemos de los electrodomésticos, los desechables y los no retornables. Usar y tirar, callejón sin salida. Desde la bebida o la fruta a mantener las sobras, desde el chocolate hasta las medicinas, hemos interiorizado los refrigeradores de tal modo que parece que llevan toda la vida con nosotros. Ahí queda ese medio limón de siempre, arrugado, guardado casi por inercia. Y qué decir de la congelación, que se ha vuelto un auténtico vicio, pues se congela incluso lo que no se debe congelar, abandonándolo durante siglos, creyendo que al descongelarlo se encontrará en perfectas condiciones. La nevera apenas posee un siglo de invento, el hombre ha sobrevivido miles y miles de años sin ella... En ese sentido da que pensar que ocasionalmente se vaya la luz. A los que no nos gusta tirar nada, ver cómo se va al garete todo lo que hemos almacenado es una terrible catástrofe. Algo así, valga el símil, le pasa al planeta, y es que las noticias —esas poco noticiables— son cada día más tristes. En concreto tristísimas: el iceberg más grande del que se tiene memoria, 6.600 kilómetros, acaba de caer al océano, desprendido de la plataforma Larsen C de la península Antártica, la parte septentrional de ese continente. Hace pocos años ya se había superado el infausto récord, un bloque de 5.800 kilómetros llamado iceberg A68. Como en el resto de la Tierra, el calor está cambiando el ecosistema y los casquetes polares se derriten a pasos agigantados, quién sabe cuánto durará esto... No sé, pero cuando a veces se ha ido la luz, esa imagen desoladora de ver cómo se echa a perder todo en el frigo, me revuelve por dentro. Y recuerdo también ahora un magnífico poema del peruano José Watanabe, titulado “El guardián del hielo”. El hielo, esa cosa delicada, asombrosa.