El consuelo de creer

30 abr 2017 / 11:17 H.

No solo en revistas especializadas sino incluso en la prensa diaria más rigurosa, se reiteran debates que tal vez muchos pensaran extemporáneos: la dicotomía alma-cuerpo, la estructura de coprincipios trascendentales mutuos, el agujero negro del más allá, la muerte, el tiempo, el sentido de la moral y de justicia...

Todo ello, en el universo idílico y, en cierta medida, anestesiador del hecho religioso. La vieja escolástica, el tomismo y neotomismo, formularon respuestas a interrogantes que son, en el fondo, los mismos que, desde distintas perspectivas, se han venido planteando hasta nuestros días, en la historia del pensamiento. Lo que induce a constatar que la representación gráfica del progreso tiene distintos signos según se trate de la ciencia o de la filosofía. La primera es una línea recta hacia casi el infinito: desde el descubrimiento por el hombre del fuego o de la rueda hasta los viajes interplanetarios o la cuasi síntesis de la vida. La segunda es un círculo, como si las preguntas en torno a una hoguera de incertidumbres solo progresaran en profundidad. Y este ladrillo de reflexiones viene a cuento del hecho religioso, por la forma tan ponderada en que está siendo cuestionado por quienes más saben.

Dios me libre de hacer apologética de aquello que resulta increíble para quien se halla a extramuros de la fe. Pero nadie puede ignorar, y hasta cierto punto, en mi caso, envidiar el consuelo, la paz, y la esperanza de la justicia que conllevan las certezas, que traen consigo la fe de Abraham. En realidad, constituye el antídoto de frustraciones existenciales y aporta justificación a las antagónicas versiones que ofrece la misma realidad del hombre, capaz de vehicularse en Teresa de Calcuta o encarnarse en feroces depredadores de sus iguales, en autores materiales de infanticidios indiscriminados, por las bombas. Nadie puede objetar que la creencia ciega en la existencia de una justicia transmundana inyecta consuelo para que el hombre se acepte a sí mismo y entienda que es “un ser para la muerte”. No se trata de recuperar superestructuras marxistas o citar a Gramsci, tan invocado en nuestra transición por una izquierda desinformada. Me refiero al respeto que me merece el hombre creyente o, incluso, no creyente o, tal vez menos creyente que lo que aparenta y que se vale de esa certeza absoluta en que consiste la fe como herramienta para sobrevivir o sobreponerse a los miedos y conseguir desterrarlos.

Recuerdo a mi admirado Polluelas, más creyente y descreído que nadie que en aquel Jaén de los seísmos de la década de los setenta cantaba así, por soleá: “A mí no me asusta nadie / ni con el hambre ni con la guerra / y ahora quieren asustarme / con los temblores de tierra”.