Educación emocional

10 may 2018 / 08:14 H.

Cuando se habla de perdonar, rápidamente nos acordamos de la doctrina cristiana. Jesús renovó el sentido del perdón judío, que era una suerte de contrataque al modo del ojo por ojo, y lo trocó en una asunción de la culpabilidad.

De hecho, siempre que se habla de cristianismo, la culpa asoma por cualquiera de sus ribetes teórico-prácticos. Pero el perdón es algo distinto, no se trata de lamentar nada, o de arrepentirse, sino de visualizar al otro en nuestra incomprensión mutua, en nuestra incapacidad por acercarnos a sus necesidades. Para pedir perdón hay que saber perdonar, estar dispuesto a comprender los errores del otro del mismo modo que queremos que entiendan los nuestros... Y eso pasa a propósito de la dificultad que posee la mayoría de la gente para pedir perdón, lo que es lo mismo que decir que nos cuesta demasiado perdonar, ya que cuando lo hacemos, en realidad, solo vemos nuestra conveniencia... pero igual podríamos decir con las gracias, las normas de cortesía básicas, un “por favor”, un “buenos días”, unas palabras amables, las que sean. Vamos con la lengua fuera desde la mañana a la noche, envenenados con nuestros pensamientos, cuentas, análisis e intereses, ausentes de las relaciones más importantes del día a día, con los compañeros del trabajo o tu pareja, con los hijos o familiares. En cualquier caso, no creo que sea algo genético, sino como casi todo, cultural y educacional. ¡Hace falta tanta cultura! Y educación primero, porque sin educación no vamos a ningún sitio. Hay países que propugnan una ley de educación emocional que nos sensibilice hacia el otro, empezando por el mejor conocimiento de uno mismo. Convendría tener en cuenta ciertas estrategias de promoción de la salud que tiene por objetivo mejorar la calidad de vida de las personas a partir del desarrollo de las habilidades emocionales. Y no solo porque vivimos una sociedad con claros síntomas de enfermedad, como la violencia, la depresión, las drogas, el consumismo, el culto a la imagen, la superficialidad, la corrupción, etcétera; sino porque favorecería la capacidad de tomar decisiones más justas, más equilibradas, la destreza para resolver problemas, pensar en forma creativa y crítica, comunicarnos de manera efectiva estableciendo y manteniendo relaciones interpersonales sanas, lejos de la toxicidad, relaciones empáticas que ayuden de paso a controlar nuestras propias emociones, a no dejarnos llevar por las pasiones, manejando las tensiones y el estrés. La ley de educación emocional es necesaria en España, al menos como experiencia piloto, para ayudar a los niños a crecer mejor, más tolerantes para el futuro, construyendo vínculos dialógicos, basados en el respeto. Hace falta mucho de esto, en buena lógica, y ya sé que no solo en España. Pero a este ritmo ni aquí ni en ningún sitio se va a hacer algo en esta dirección, porque los niveles de educación y cultura están retrocediendo en el mundo a marchas forzadas, la ignorancia campa a sus anchas, y la despreocupación por el otro nunca ha sido tan descarada. Mucha gente ya tiene bastante con preocuparse por sobrevivir, también es verdad, aunque nadie podrá rebatirme que hay cuestiones vitales —pues todo lo cotidiano acaba volviéndose vital— que bien merecen pensarse dos veces, incluso si te encuentras en el lodo. Solo basta con darse cuenta. Y he ahí lo verdaderamente difícil.