Donde hay que mirar

25 oct 2018 / 09:00 H.

Esta sociedad neoliberal, que potencia hasta la exacerbación el egoísmo, la egolatría y el egocentrismo, sin embargo promueve un perfil bajo del individuo en política, en sus relaciones sociales, en contradicción con la individualidad y el individualismo que la deberían caracterizar. La biopolítica, sin embargo, es un concepto que alude a la vida y a la política, rompiendo con la entidad hegeliana trascendente del Estado y creando un marco dinámico de entendimiento que sobrepasa al contrato social y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, para convertirse en un efectivo diálogo —olvídense de la libertad o la fraternidad— de una democracia participativa en la que los ciudadanos forman parte de un proyecto en el que discuten, votan y se responsabilizan reflexiva y recíprocamente, involucrándose los unos a los otros en las decisiones. Nadie tiene la verdad ni la razón absolutas y todo es negociable. El preclaro exponente fue Sócrates, que ya sabemos cómo acabó, incapaz de hacerse comprender por sus vecinos, que lo veían como un peligro a cada palabra que pronunciaba, porque para el sabio que solo sabía que no sabía nada, la moral era lo de menos, y sí la organización del poder y su articulación administrativa, el reparto de la riqueza, la descentralización, etcétera. Hoy vivimos al revés, dándole más importancia a la moral que a los abusos de poder, y así nos va. En un vislumbre de sabiduría, esta sociedad nos empuja hacia la desposesión, el repudio de los bienes materiales y una huida del mundanal ruido que nos devuelva la vida retirada, los valores auténticos y olvidados, lejos de las injusticias, las iniquidades y el oprobio. Pero eso es un mito, y estamos más involucrados que nunca en una actualidad resbaladiza, un mundo líquido y un contexto que se desvanece a nuestro alrededor. Todo lo sólido se desvanece en el aire. En nuestro delirio del presente, nos refugiamos en un consumismo que deja insatisfechos, en la mediocridad con su provincianismo hipócrita, y claudicamos con la sonrisa de a quien todo le parece bien, aunque le dé la espalda el destino. Nunca creí en el destino, porque eso sería otra superstición de dioses ocultos en el fondo, como detrás de cada cosa, pero lo cierto es que quisiéramos encomendarnos a la Fortuna, la diosa Fortuna, que aunque beneficia por igual a indeseables y meritorios, porque es ciega, podría repartir suerte en forma sagrada de lotería, con su vocecita infantil del colegio de san Ildefonso. Solo así elegiríamos las posesiones que adquiriríamos, pero no el perfil, que ya está definido por imperativo alegal del sistema, volviéndonos inanes e indolentes, cínicos y cobardes, insolidarios e inconscientes. Una baja participación política, una sociedad que no posee una política activa y bullendo, se halla enferma. La desmovilización actual contrasta altamente con la exaltación del individuo, el famoso hacerse a sí mismo. La pérdida de sentido de lo colectivo, no obstante, no duda del individuo, cuando en verdad al acabar con uno sentencias al otro, porque no existen aislados, y porque el hombre es un ser social, inseparable de su relación con los demás, y en esa relación se halla su propia razón de ser. Así que para que haya una sociedad responsable necesitamos individuos responsables. He ahí, en el corazón de nuestras propias necesidades, donde hay que mirar.