Diálogo y reforma constitucional

29 feb 2020 / 11:22 H.
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Nuestro orden constitucional se encuentra en una difícil encrucijada que exige una actitud decidida en favor de los principios fundamentales sobre los que se ha construido durante estos últimos cuarenta años.

Una lectura reflexiva del título preliminar de la Constitución de 1978 nos proporciona ya las claves para comprender cuál es el marco y dónde residen los límites dentro de los cuales se puede desarrollar cualquier solución de futuro. Es cierto que no se han marcado restricciones materiales a la reforma constitucional y que, en consecuencia, todos y cada uno de sus artículos puede ser objeto de revisión. Ninguna modificación de la Carta Magna, al margen de su origen o motivaciones, debería entenderse como el fracaso de un régimen. Más bien al contrario, como la necesaria adaptación de la norma fundamental a una realidad inimaginable para quienes fueron sus creadores.

Una Constitución obsoleta o inadaptada a la realidad que pretende ordenar es el mayor riesgo para su propia supervivencia. Sin embargo, la vigente Constitución señaliza una clara frontera jurídica que no puede eludirse en el entramado de una negociación política, aun cuando intervengan en aquella actores a los que no cabe negar su legitimación política, sea nacional o territorial.

En primer lugar, ese diálogo debería haberse planteado siempre y en todo caso utilizando los procedimientos y en el seno de las estructuras previstas en nuestro ordenamiento para impulsar las relaciones del Estado con las comunidades autónomas. Ciertamente el contenido de las futuras “conversaciones institucionales” no tiene por qué quedar delimitado a opciones y objetivos que conformen el vigente ordenamiento constitucional. Como sostiene nuestro Tribunal Constitucional, toda aspiración política es perfectamente legítima siempre y cuando utilice para su defensa cauces democráticos y métodos constitucionales.

Pero sería una grave irresponsabilidad, sobre todo del Gobierno del Estado, no evitar que el “diálogo” se centre en aquellas argumentos y pretensiones del independentismo catalán totalmente antagónicos con los principios fundamentales del modelo territorial constitucionalizado. Pese a haber sido enunciados genéricamente, nadie puede dudar de que, en tanto se encuentren en vigor, hay una serie de condiciones infranqueables comprendidas en principios como el de unidad, la autonomía, la solidaridad o la atribución de la titularidad de la soberanía al “pueblo español”. Estos son los márgenes que se deberían explicitar, con el énfasis que no se atisba por el momento, en este singular escenario.

El significado de estos principios no necesita ninguna lección de derecho constitucional para comprender el alcance y significado que tienen ante cualquier operación política que intente devaluarlos; se entienden incluso a pesar de la escasa cultura constitucional que se enseña en nuestras escuelas (habría que imponer de una vez un pin constitucional a hijos, y sobre todo a padres).

La falta de transparencia de la que está haciendo gala el Gobierno que representa a toda la ciudadanía de este país no impide vislumbrar que en esa “mesa” se van a tratar cuestiones que afectan de lleno a la estructura de estado autonómico o pueden diluir por completo un elemento capital de este último como es la igualdad entre territorios. Desde ya se le está ofreciendo a Cataluña un estatus político superior al de las demás comunidades, del que carece en términos constitucionales. Ese silencio sobre el “orden del día” de las reuniones que ha tenido y tendrán lugar no solo es una forma de ningunear a la opinión pública; también vulnera —es así de cierto— una legislación donde se proclama el derecho ciudadano a la transparencia informativa y el buen gobierno en nuestras instituciones. Resulta fácil imaginar que frente a la apuesta que se haga allí en favor de la autodeterminación, el Ejecutivo central deberá responder con la imposibilidad de encauzar esta aspiración con el actual marco constitucional. Cabe presumir igualmente que el propósito de abordar aquella a través de un pronunciamiento popular, limitado al territorio de una comunidad Autónoma, queda fuera nítidamente de los márgenes que ha marcado la jurisprudencia del Tribunal Constitucional.

Que frente al ficticio y sectario argumento que intenta oponer legitimidad democrática a la legalidad constitucional, impera la verdad incontestable de que la supremacía de esta es la única garantía de la primera.

En definitiva, los principios fundamentales de nuestro —en efecto sí— régimen constitucional representan la trinchera invulnerable para toda aspiración que, desde la demagogia o el chantaje institucional, pretenda imponerse sin el consenso de la auténtica mayoría.

Ahora bien, el diálogo debe valorizarse igualmente como método imprescindible y consustancial a una democracia constitucional. Solo que los resultados de esa interlocución entre instituciones que gozan de una cuota indiscutible de representatividad política, no pueden obviar los canales jurídicamente previstos con los que se obtiene su definitiva legitimación democrática. Esos procedimientos están tasados nítidamente en el texto fundamental, en forma de mecanismos de reforma constitucional. La activación de cualquiera de los esos métodos deberá conducir a un pronunciamiento popular del conjunto de la ciudadanía española, a la que se ha de reservar la decisión última, como poder constituyente, sobre cambiar o no las reglas de juego que funcionan en nuestro sistema político. Esta consulta será en todo caso necesaria desde un punto de vista constitucional porque en la negociación que ahora comienza podrían quedar afectados, en mayor o menor medida, los principios en los que se sostiene el orden constitucional. Si lo que se está dialogando, casi entre bastidores y más allá de la escenificación mediática, tiene que ver con la igualdad de los españoles y de las comunidades autónomas, nadie puede esperar que se apruebe sin el consenso de todos ellos.

El diálogo ha comenzado con signos de incertidumbre. Dicen que se desarrollará “en el marco de la seguridad jurídica”. Esta forma de eufemismo para evitar mencionar la palabra maldita por el independentismo resulta a todas luces insoportable. Genera sin duda más inseguridad que otra cosa entre los que hacemos de la Constitución algo más que un eslogan electoralista de tintes conservadores; entre los que reconocemos en ella el espacio donde se plasman nuestras libertades y derechos, incluso los de aquellos que pueden contradecir sus principios esenciales.

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