Día cuarto

14 mar 2019 / 11:02 H.

Tarde de Septenario, taciturna, mistérica. Liturgia precisa, detalles menudos que hablan de solera fina. Honda raigambre en el ambiente cofrade de la ciudad, desde aquellos cultos primerizos de finales del XIX, recién fundada la cofradía pasionista, con la prodigiosa imagen cercana al presbiterio y el altar revestido de tersos manteles almidonados, velas y flores de tela. Música de un cuarteto de cuerda en los momentos cumbres del misterio, o canto de las ingenuas y bellas estrofas —estribillo, copla y vuelta—, de Eufrasio López y Francisco Civera que todavía hoy nos hacen plañir sin lágrimas al entonarlas.

Su queja, recogida por los evangelistas Marco y Mateo, resuena en las entrañas: ¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado? Es la misma que articulamos entre dientes cuando nos sentimos zarandeados por las contingencias vitales. Nos consuela saber que Él la emitió primero. Pero no es aullido de abandono, desolado y sin esperanza. Proclama una fe, que vence dudas, una luz que alumbra auroras; lamento desgarrado que torna en alabanza, desconsuelo que ilumina incertidumbres. Escena repetida: cuerpos arrecidos en los bancos, corazones ardientes, miradas ansiosas buscando su cruz, augurios de primavera, gestos cómplices... Y Jesús de la Expiración nos humaniza con su grito, que es queja incisiva, victoria de la luz sobre la oscuridad, del amor sobre la desesperanza.