Decadentes hasta el final

05 may 2018 / 10:53 H.

Sin pena de muerte ni cadena perpetua ni leyes especiales la democracia española ha derrotado a los terroristas de ETA: muchas veces me pregunto cómo habrían actuado las fuerzas de seguridad en Estados Unidos y qué medidas de excepción habría aceptado la ciudadanía si hubieran tenido que hacer frente a un movimiento terrorista como el nuestro (...)”.

“Todo lo que era sólido”,
Antonio Muñoz Molina

Anacrónica por definición, el final de ETA llega tarde y mal. La escenificación internacional, a pesar de su empeño, quedó desfasada, trolera, mentirosa y un punto hortera. Mal empezamos si los mediadores dan por buena la retórica de víctimas del conflicto, presos políticos o acercamiento de condenados como primer plato. Solo en el minuto de silencio por las víctimas, la dignidad, vestida de calle, se dio un paseo por el caserío de Cambo-les-Bains y al rato, al comprobar el panorama, se fue espantada. Ahora que estamos enganchados al “Cuento de la criada”, volvamos a Orwell: “El lenguaje político está diseñado para hacer verdadera la mentira y respetable el asesinato”. Así torciendo las palabras hasta que pierden todo el sentido se preparó este aquelarre sin alma.

Tampoco debe extrañarnos cuando la organización corría a cargo del entorno de la izquierda abertzale en modo anfitrión, ya se sabe que quien paga el banquete elige la banda que le acompaña. Algunas frases de los mediadores internacionales sonaban a libro de citas de autoayuda. “Con el diálogo se ha conseguido la paz”, ha dicho, sin que se cayera algún candelabro, un diplomático inglés, un tal Jonathan Powell, que sigue feliz en su montaña.

Días precedentes, sin redención posible, con comunicados de ultratumba, seleccionaron, como marca su ADN, a las víctimas en su balbuceante intento de perdón. Esta serpiente enroscada en la sociedad española inoculó muerte y odio a partes iguales y pretende ahora domesticarse, cambiar de piel, para con una sutil mutación pasar página cuanto antes y adaptarse a un país que la asfixió por presión democrática. 854 muertos después quieren empezar de cero, borrón y cuenta nueva. Sin colaborar con la justicia en los crímenes pendientes de resolución y con el vocero de Arnaldo Otegui con su sempiterno tono macarra, perdonavidas, marcando el camino y empeñado en añadir en su currículum: hombre de paz.

En la gestión de su derrota, no obstante, dejan su rastro zigzagueante —en un vano intento de echar un pulso contra el aire— para destacar que aún están en lucha. Un mensaje para que su parroquia se recicle, para no perder la calle y mantener el argumentario de falta de libertad y la reunificación territorial de su País Vasco como un sueño sin fronteras. Es el problema de no pasar página por convicción, sino por pragmatismo.

“Este es un país de locos”, decía un personaje del tratado contra el olvido que es “Patria”, de Fernando Aramburu, para describir las campañas de acoso, el ostracismo que suponía que la banda y su entorno te señalaran, sepultar en vida las relaciones de familias y amigos. Sin empatía, anclados en un paisaje de otro siglo, los gudaris están noqueados y buscan sentarse en el taburete del ring para poder coger algo de aire. En todo este proceso, las víctimas observan incrédulas su falta de entereza y gallardía a la hora de asumir responsabilidades. Ni en la derrota saben cómo tirar la toalla con cierto decoro. La liturgia festiva de recibir a los etarras como héroes tras salir de la cárcel o las pintadas que dan las gracias causan vergüenza hoy fuera del cuarto cerrado de los radicales y es una afrenta más a la memoria de las víctimas que ni de lejos estuvieron presentes en su bodegón francés.