Correr por San Antón

12 ene 2018 / 08:46 H.

Es bonito y, sobre todo, importante, el prestigio que ha conseguido con los años la Carrera Urbana Internacional “Noche de San Antón”. La iniciativa de Pepe Montané cuajó y ha crecido cada vez más hasta convertirse en un singular atractivo para los jiennenses y para muchos forasteros que en esa fecha se dan cita en Jaén. Es verdad que la importancia de esa carrera multitudinaria ha dejado en segundo plano el protagonismo de las lumbres, que hasta hace medio siglo eran el atractivo principal. Las lumbres de San Antón tenían un sabor especial, de vecindad, de solidaridad, de una alegría concentrada en cada barrio en torno a la hoguera, mientras la bota de vino y las rosetas iban de mano en mano en torno al fuego. Jóvenes y viejos salían de sus casas y cada cual aportaba lo que podía a la fiesta. En aquellos tiempos no teníamos demasiadas ocasiones de divertirnos.

Serían incontables los amores de jóvenes parejas que se forjaron al calor de las lumbres, mientras se bailaba un melenchón coreado por todos con aquellas letrillas graciosas y picantes. Era una fiesta entrañablemente familiar que hacía felices a los vecinos. Los chiquillos también teníamos nuestra parte en aquella fiesta. Éramos los encargados de recoger los días anteriores los tirajitos, ramas y enseres inservibles que serían quemados. Y teníamos nuestra picaresca, porque por unos días nos convertíamos en pequeños ladronzuelos que aprovechaban cualquier descuido de una ama de casa para birlarle un esterillo, una canasta o una silla. Ahí empezó la costumbre de las carreras de San Antón, porque los chavales corríamos como el viento para evitar ser cogidos por las víctimas de nuestro pequeño “saqueo”. Aquellas eran otras carreras de San Antón.

Mi calle, Adarves Bajos, estaba habitada por cabreros, hortelanos y, sobre todo, por las aserradoras de mis tíos Mariano Casanova Campos y Felipe Sánchez Oñate. Todos ellos tenían animales y, por tanto, contribuían con haces de ramón y leña a la vistosidad de la lumbre. Mi tío Mariano tenía en su taller —la casa donde nací— tres burros para repartir los tarugos a los clientes. Ninguno de los tres tenía nombre. Los niños llamábamos a uno “el grande”, a otro “el chico” y al tercero, que era el que tenía peor genio, “el negro”. Yo crecí junto a ellos. Y me dieron un buen ejemplo de trabajo, tenacidad y lealtad.