Contexto y verano

27 ago 2018 / 11:24 H.

No sé si la estructura de internet, el (des)orden de las aguas cibernéticas por las que navegamos, es la causante de una cierta fragmentariedad en nuestra vida, o si es que un mundo que ya había fragmentado el conocimiento, que tenía una visión aislada de las cosas, era justamente el caldo de cultivo de un fenómeno como la red. Probablemente sean elementos que se alimenten mutuamente, como ocurre en tantas ocasiones. Los que todavía seguimos leyendo libros, al manejar internet nos damos cuenta de la diferencia existente entre estar inmerso en una atmósfera, dentro de un contexto, donde el sentido de cada cosa depende del todo, y el picoteo saltarín por la red, en el que los elementos nos aparecen con un notable grado de aislamiento. Hace un siglo, una escuela psicológica, la Gestalt, censuraba a otra, el Asociacionismo, que explicara la percepción en términos de elementos aislados, cuando lo que percibimos es primariamente un todo. Justamente la dificultad de la inteligencia artificial consiste en la imposibilidad de tener en cuenta el contexto, como señalaba con acierto y gracia en un reciente artículo el filósofo de la ciencia Antonio Diéguez (“No es lo mismo gritar «arriba las manos» en una clase de zumba que en una sucursal de banco”). La verdad, ya lo decía Hegel, está en el todo. Viene esto a cuento porque una de las funciones del verano (o del periodo vacacional inserto en él) es precisamente recordarnos la importancia de las condiciones en las que se desarrolla nuestra vida, hacernos ver una vez más que las cosas tienen sentido siempre en un contexto, formando parte de un todo. Pasamos el resto del año, con breves interrupciones, en un clima determinado, rodeados de calles y edificios y ruidos y rostros y voces cotidianos. De tan familiares, apenas reparamos en ellos, como no oye la catarata, sino su inopinado silencio, quien vive al lado de ella. En el verano uno abandona sus condiciones habituales y las cambia por otras, ingresa en otro contexto, donde las mismas cosas que hace o dice tienen ya otro sentido. Una posible consecuencia es la sensación de que uno está descansando de sí mismo, la impresión algo alarmada de que nuestro yo está desapareciendo y se metamorfosea en un ojo observador que registra cuanto ve sin relacionarlo con lo que hemos sido hasta ayer mismo, con el repertorio de nuestros gustos y nuestros rechazos. Así, inmersos en esa ciudad sobre la que tanto hemos leído, nos sorprende la indiferencia con que ahora contemplamos sus palacios, sus iglesias, sus calles. No se trata de la decepción con que a veces la realidad abofetea nuestras ilusiones, ni de un prejuicio soñador contra lo existente. Es que hemos puesto entre paréntesis momentáneamente el suelo que nutría esos intereses. La prueba de ello es que uno va guardando esas imágenes y luego, al retomar la vida normal, podrá extraerle su riqueza, como ocurría con los ya antiguos carretes de las cámaras fotográficas que se revelaban al regresar de los viajes.

Pero también puede uno, al cambiar el contexto, sentir la atracción de otras trayectorias vitales alejadas de la suya. Así, el cajero de banca, mientras la arqueóloga explica un yacimiento fenicio, piensa qué hermosa y detectivesca es su labor y, lamentando la brevedad de la vida (ars longa vita brevis), se dice que si tuviera otra la dedicaría al apasionante estudio de los restos del pasado. Cabe asimismo la posibilidad de que el articulista mensual no encuentre la tonalidad que le permita redactar el texto prometido. Entonces recurre a hablar de cómo cambia nuestro medio en verano, del mismo modo que el novelista que no encuentra tema para su obra convierte esta dificultad precisamente en el tema de su novela. Las maneras, en fin, de vivir ese paréntesis en nuestra cotidianeidad varían según personas y edades. Lo que quiere decir que, en el fondo, siguen formando parte de nuestra vida, el gran contexto en el que integramos todo cuanto nos pasa y al que pertenecen tanto nuestros ocios como nuestros negocios.